Prólogo 》

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Premio Ramiro Lagos, 2019
Presentation
Primer Premio | 1st Prize
Segundo Premio | 2nd Prize

Classroom Comunidades
Mi común-unidad | My Common-Unity 
〉Nelselly Alsina, ’21
〉Emily Cook ’21
〉Karina Pliego, ’21
〉Kathleen McLaughlin ’21
Maggie Strunk ’18
〉Caitlin Grant ’21
〉Michael D’Alessio, ’18
Kristen Somerville, ’18
Jaqueline Álvarez, ’20
Paola Cadena Pardo (Spanish)

Reflexiones Varias
〉Kate Lenahan, ’19
〉Liam Fidurko, ’22
〉Bailey Holman, ’22
〉Bella Lanna, ’22

Fractured Comunidades
Crónicas de Great Brook Valley
〉Ronan O’Toole, ’19
〉Molly Caulfield, ’18
〉Jordan McLean, ’18

Connecting Comunidades 

〉Mattie Carroll, ’19
〉Sandy DeJesús, ’19
〉Serena Mainiero, ’19
〉Hirám Gandía Torres, ’20
〉Ángel Carrillo, ’19
〉Grace Chacón 
〉Josué López, Education
〉Donald Unger

Reflections on Comunidad 


Voces de la comunidad
〉Elizabeth Murphy, ’19
〉Kristen Somerville, ’19
〉Tesa Danusantoso, ’19
〉Cidre Zhou, ’20
〉Aitor Bouso Gavín, A Coruña
〉Marina Bibiloni Díaz Toledo, Palma de Mallorca
〉Sarah Thurlow, ’19
〉Kathleen McLaughlin, ’21

Otras reflexiones
〉Laura García, ’19
〉Francy Mata, ’19
〉Natalie Crowley, ’21
〉Jules Cashman, ’22

Coda
〉Teresa Murphy ’19

Visual Artes | Artes Visuales

Ana Flores
〉En la portada | On the Cover
〉Cuba Journal | Un diario cubano

POW! WOW! Worcester Murals
〉Marka 27 (Mexico)
〉Caratoes (Belgium/Hong Kong)
〉Denial (Canada)


Fotos
〉Classroom Comunidades
〉Aitor Bouso Gavín
〉Grace Chacón
〉Courtney Esteves, ’19
〉Great Brook Valley

Agradecimientos | Thanks

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Mark
Ángel Carrillo, ’19

Soy Creación
        Una blusa impecablemente blanca bajaba de las nubes con la ayuda de dos palomas que la sujetaban en sus picos. El resplandor del sol que penetraba su algodón y las gotas de agua que caían desde la cascada hacían que la blusa se balancease y regocijarse con el movimiento de la brisa. La gravedad hacía a la prenda descender hacia la llanura del bosque donde se encontraba la Fuente de la Vida. Ella alzó sus brazos con ternura, creando que dos mariposas volaran entre sus dedos. Detrás de su espalda corrían una pareja de ardillas y al levantarse ella—para que la blusa blanca se deslizara entre su cabeza y hombros—se le vio una rana abrazada en cada pie.
        La blusa le quedaba a la Fuente de Vida como otra capa de piel. Al sacudirse los animales de su cuerpo, ella se asentó frotando su estómago con una docena de plumas del cisne del lago Génesis. El movimiento que hacía con cada pluma era igual de pacífico y curativo como las primeras olas de una mañana de otoño. Las deslizaba en un mismo sentido: desde su esternón, hacia abajo, hasta llegar al comienzo de su cadera izquierda; después en dirección opuesta, pasando su ombligo y parando en su cadera derecha, y elevándose hacia el centro de sus pechos. Dibujó triángulos en su estómago y esperó los días de cada semana por varios meses hasta que brotara de su semilla.
        Un atardecer, cuando la luna llegó a tener el color y la intensidad del oro más puro de todas las montañas del Este, surgió el rugir de la Fuente de Vida que abrió las puertas a un recién nacido con ojos marrones claros y pelo negro como la ceniza que expulsó el volcán de Pompeya: Al salir, me sujetó y me limpió con la puntas de su vestido blanco. Sin embargo, las puntas permanecieron blancas. Me sostuvo contra su pecho para sentir el palpitar de mi alma contra su piel. Chupe, tras chupe, tras chupe en cada pezón, yo, la creación de la Fuente de Vida, engrandecí en estatura. Cada noche de mi infancia, cuando dormía, ella preparaba un camino entre el bosque con señales en los árboles apuntando hacia el Oeste y una cuerda que dirigía la caminata hasta la salida del bosque. Al amanecer, ella se retiraba y regresaba al nido a darme calor.
        El día de mi primer gateo, La Madre empezó a perder la blancura de su vestido. Al verse cubierta en plata, ella me cogió de la mano y nos dirigieron al comienzo del camino. Ella paró, se arrodilló y me dio un beso en la frente. La Fuente de Vida alzó sus alas y voló con millones de abejas. El zumbido producido por la colmena fue la última




despedida que el bebé escuchó de su madre. Aquella ruta le enseñó a gatear primero como un conejo, caminar a pasos de caballo después, y a correr a la velocidad de un león a mediana edad.
        Una brisa de la costa Oeste, que se adentraba en el camino, señalaba el final del bosque. Pasándose sus bruscos dedos por las canas de su cabeza, la creación pudo pegar un rugido para celebrar su meta. Con cada paso que él daba fuera del bosque, el sol bajaba más entre las colinas de Apocalypto. El resplandor de la luna llena dejaba ver una figura cerca de la costa. Se dirigió hacia aquella sombra con silueta fina y rostro escondido por un gorro oscuro. Sin temor, la creación descubrió la cara de aquella figura y con la luz de la luna reconoció los rulos dorados con los que él jugaba por las tardes y aquella nariz con la que él pellizcaba por las mañanas cuando se sentía agonizando por el sonido de los cascabeles salvajes. Bajó la vista y pasó sus barbas por las vestiduras negras de aquella figura. Con agujeros de los que salían alacranes perseguidos por ciempiés, y murciélagos colgados por las puntas de aquella prenda siniestra, el vestido absorbió las últimas energías de aquel hombre. Sujetándose de las rocas del mar: permanecí tranquilo al ver que mi madre se arrodillaba para tocar mi frente. Con pintura roja, dibujó un triángulo entre mis ojos y sonreí. En el momento más claro de la marea, la Fuente de Vida me preguntó, «¿Te acuerdas de haber nacido»? En sus últimos latidos de vida, me acomodé entre el pecho de ella y con una lágrima selló mis ojos. Me abrazó y con sus dos alas negras de cuervo alzó vuelo hacia el más allá.