Prólogo ︎
The World as We Know It

Keynote
Kyler Canastra, ’14 (ΣΔΠ)

Ficción | Fiction
Melanie Beato, ’23
Isabela Martínez-Thibodeau, ’23
Priscila Ponce-Jovel, ’22
Ashley Rodríguez Lantigua, ’23

Screenplay | Guión
Adelma de Jesús Pérez, ’23
Genesis Pimentel Lugo, ’23

Poesía | Poetry
Andria Fremaint, ’22
Jocelyn Hernández, ’23
Lizbeth Hernández, ’24
Marie James, ’24
Shanil Pérez Lantigua, ’24

Microcuentos
Abigail Dresser, ’21
Máximo Lockhart-Kraner, ’24
Valentina Maza, ’23
Janel Ramos, ’24
Daniella Santamarina, ’24

Reflexiones | Reflections 
Share Your Magis 2021
Kathleen McLaughlin, ’21 (ΣΔΠ)
Sarah Shorter, ’21
Mariem Girgis, ’22
María Alejandra Méndez, ’23
Caitlin Grant, ’21 (ΣΔΠ)

Imágenes | Images
Montserrat Collaborative, ’24
Christelle Paul, ’21
Luna Alvarez, ’24
Christian Báchez, ’23 (cover art)

Agradecimientos | Thanks

Equipo editorial

About us | Sobre nosotros

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Mark
Priscila Ponce-Jovel, ’22 
Lo que el camino se llevó

—Empecemos desde el principio —me dice la mujer de pelo negro mientras yo trato de controlar el sudor de mis manos. Respiro profundo y me limpio las manos en el pantalón.

Cierro los ojos y empiezo a hablar.

—Vivíamos en una colonia en El Salvador. Mi papá era algo estricto así que no nos dejaba salir ni a mi hermana ni a mí. Íbamos de la casa a la escuela y de la escuela a la casa. Esa era toda nuestra rutina. Me acuerdo muy bien que un viernes cuando estábamos en la escuela a mi hermana le dieron una nota que un pandillero le había dejado en donde la amenazaba de muerte si ella no se iba con él. A mi me pareció gracioso porque cualquier persona que haya escrito eso o es bien estúpido o se hace. No cualquiera se metía con mi papá, y quien lo hiciera no iba a terminar nada bien. Cuando éramos pequeñas una de las profesoras de mi hermana la regaño porque no había hecho la tarea. Mi hermana le respondió que a ella nadie le gritaba, que si ella quería mi papá podía llegar con su pistola a defenderla.

Abro los ojos, sonriendo al pensar en los buenos tiempos aquellos que viví. Volteo a ver a la mujer de pelo negro y miro cómo toma notas en su cuaderno blanco, vuelvo a respirar y sigo con mi historia.

—Bueno, pero el punto es que, por suerte ese día mi papá nos fue a traer a la escuela y no pasó nada mayor. Él trató de averiguar quién había escrito esa nota pero no conseguimos nada. Al día siguiente mi papá empezó a averiguar para mandar a mi hermana a los Estados Unidos. Él nos dijo que no se quería arriesgar a que nada nos fuera a pasar algo, especialmente ahora que ya éramos unas señoritas. Sin ningún problemas él nos podía defender, pero prefería que estuviéramos en un lugar seguro y no ahí. Ya teníamos familia allá en el Norte así que no había problema. El dinero era escaso así que solo podía mandar a mi hermana y yo tendría que quedarme con él hasta ahorrar más. Él conocía a un coyote que se la podía llevar por tierra y allá mi abuela la podía recoger y encargarse de ella. Esa semana todo pasó muy rápido. Se me iba mi hermana mayor, mi amiga, mi confidente y la única persona con la que yo había pasado toda mi vida. El último día le di un abrazo y le dije que la iba a ver pronto, que no había distancia que nos pudiera separar.

Vuelvo a abrir los ojos y mejor me levanto del sillón; no quiero que la mujer de pelo negro vea las lágrimas que caen por mi cara.

—Mi hermana era como la madre que nunca tuve y de solo pensar que me quedaría sola me daba tristeza. Yo sabía que se tenía que ir, que ahí en la colonia corría peligro pero yo acababa de cumplir mis quince años y también me ponía a pensar que lo mismo me podría pasar a mí pero en mi caso no iba haber alguien para cuidarme en la escuela. Luz se tardó casi tres meses en llegar a Arizona y me dijo que el viaje no había sido tan malo, que había conocido personas que la ayudaron durante todo el camino. De ahí tomó un vuelo a Boston donde vivía mi abuela. Había llegado en el mero verano de ahí así que el clima era relativamente similar al de El Salvador. Mi abuela le consiguió un teléfono no más llegó, así que ella me llamaba casi todos los días, me decía cómo era Estados Unidos, qué le gustaba, qué no y hasta las cosas que a ella le parecían raras como que los estudiantes salen hasta las tres de la tarde y les dan almuerzo ahí en la escuela. Siempre nos reíamos y tratábamos de aparentar que todo estaba normal y que no vivíamos a miles de millas separadas. Se escuchaba como si ella por fin había encontrado la felicidad y libertad que nunca tuvimos en nuestro país a causa de la violencia, la corrupción y la pobreza. La falta de dinero seguía siendo un obstáculo para encontranos con mi hermana otra vez, pero cuando cumplí dieciséis, el dinero era el último de nuestros problemas. Después de recibir otra amenaza, mi papá por fin decidió mandarme para el Norte con mi hermana. Pero él no podía venir conmigo porque todavía tenía que hacer unos arreglos en El Salvador y solo pudimos conseguir dinero para pagar el viaje de uno de nosotros. Tampoco me pudo conseguir al mismo coyote que le consiguió a mi hermana porque él ya andaba en un viaje.

Volteo a ver mis manos, todavía están sudadas y empiezo a sentir la garganta seca. Le pregunto a la mujer de pelo negro si puedo agarrar un vaso de agua y ella me dice que sí. Camino atravesando toda la oficina hasta la otra esquina en donde se encuentra el jarrón de agua. Me fijo en las paredes grises y los cuadros de color blanco y negro que tiene la mujer de pelo negro. Me sirvo agua en un vaso de vidrio transparente. Mientras le doy algunos sorbos, escucho el tic tac del reloj y con este silencio se me vienen a la mente los recuerdos que he guardado por meses. Sacudo la cabeza para deshacerme de estas memorias pero la mujer de pelo negro me dice “deja que todo venga, estás en un lugar seguro”. Vuelvo a inhalar.

—Obviamente yo estaba muy emocionada, por fin iba a ir a los Estados Unidos, por fin iba a poder estar de nuevo con mi hermana después de un año separadas. Todo sonaba muy bien, pero esto no iba a durar. El coyote que me tocó era un hombre de aproximadamente 30 años, no hablaba con nadie y cuando íbamos en su camioneta y alguien le pedía parar para usar el baño, aunque fuera de noche y estuviéramos en una zona tranquila, él siempre se negaba. Teníamos que hacer nuestras necesidades cuando él decía no cuando nuestro cuerpo lo exigía. Cuando pasamos por Guatemala, no fue tan malo, la gente nos daba la bienvenida aunque algunas otras personas nos hacían el feo por ser inmigrantes. Yo me acerqué mucho a una señora guatemalteca de 50 años que se llamaba María. Ella me decía que yo era como su hija, que las dos nos íbamos a ayudar una a la otra para poder llegar a Nogales en Arizona. Ella me daba de la comida que conseguía en el camino si yo no conseguía algo. Por las noches me daba miedo dormir en la camioneta del coyote. Desde adentro se podía escuchar los ruidos raros que venían de afuera, aullidos y a veces hasta gritos. En la camioneta éramos alrededor de quince personas; el olor a meado, sudor y mal aliento era insoportable. Todos dormíamos bien incómodos, algunos a veces encima de otros, pero Maria siempre trataba que yo por lo menos durmiera cerca de ella, y como ella me decía “uno nunca sabe”. La verdad que no entendía a lo que se refería con esto pero era algo que con el tiempo entendería muy claramente.

Miro cómo mis piernas empiezan a temblar, Luz me dice que hago esto cuando me pongo nerviosa o cuando me da ansiedad. Dadas las circunstancias creo que en este momento me está pasando por ansiedad. La mujer de pelo negro me pregunta si estoy bien, asiento un par de veces en respuesta.

—Una noche, mientras todos dormíamos, escuché la puerta de la camioneta abrirse y una luz muy fuerte alumbraba mi cara. Escuché que el coyote me decía, “ven, vamos”. Yo le pregunté qué pasaba y para dónde íbamos. Pero él me agarró del brazo y me dijo que me callara. Con todo este disturbio despertamos a Maria y rápidamente preguntó qué pasaba. El coyote le pegó con un bate en la cabeza y ella cayó inconsciente. A mí me jaló y me llevó fuera de la carretera, cerca de un árbol. Me tiró al suelo y me puso su mano en la boca, tratando de callarme. Le mordí la mano y traté de empujarlo hacia atrás pero sentía que no podía respirar y el peso de su cuerpo encima del mío me cansaba. Me pegó en la cara con su puño, traté de arañarlo, morderlo, empujarlo, darle patadas, pero nada funcionó. Oí cuando rompió mi calzón. Ya quería que terminara. Sentí cómo una lágrima caliente bajaba por mi mejilla. Los gritos que no salían de mi garganta. Quería gritar, llorar, pero nada salía. Me quedé paralizada. Quieta. Deseaba mejor morir, desaparecer, dejar de respirar, de sentir. Sentirlo dentro de mí, me sentía sucia, impura, muerta en vida.

Vuelvo abrir los ojos, la mujer de pelo negro se ha levantado, está mirando por la ventana. Mis manos sudan otra vez. Siento cómo la sangre me hierve, cómo la presión me está subiendo. Cómo hasta ahora todavía siento esa necesidad de desaparecer de la faz de la tierra.

—El amanecer se acercaba, el cielo cambiaba a un celeste claro mezclado con gris. En el aire vi un águila volar. Buscando su presa. Por un momento quise ser ese águila y ser yo la depredadora. Que ese animal fuera la presa y que me temiera a mí, y no al revés. Vi como el águila voló rápidamente hacia el suelo, subiendo de regreso llevaba un pajarito entre sus garras. Ese era yo, ese pajarito, esa criatura inocente que pronto dejaría de existir y lo único que quedaría sería el vacío, las memorias y el dolor. Por fin salió y se levantó. Se abrochó el pantalón y me miró con una cara de satisfacción, como si esperara recibir algún premio. Me di la vuelta en el suelo, tratando de esconder mi vergüenza. Él se fue de regreso a la camioneta y yo me quedé ahí, con el frío de la madrugada, el cielo ya casi completamente celeste. Me levanté, empecé a caminar hacia la camioneta cuando vi a Maria tirada en el suelo. Rápidamente, fui a ayudarla, la meneé y por fin reaccionó. Abrió los ojos, me miró, y empezó a llorar. Me abrazó, y hasta ese momento, por fin me volví a sentir humana. No había nada más que hacer, no sabíamos donde estábamos, para donde ir, con quién hablar. Nos subimos de regreso sin más remedio a la camioneta. Todos seguían dormidos.

La mujer de pelo negro me pregunta qué siento ahorita. Entre sorbos y una media risa le digo que ya estoy acostumbrada a sentirme como basura. Aunque estoy aquí sentada frente a ella, no siento que estoy aquí. Desde ese día me siento como si estuviera drogada, habitando un cuerpo que no es el mío. Ella cierra su cuaderno blanco y me dice que puedo continuar sólo si yo quiero, que podemos parar en cualquier momento. Pero yo sigo.

—En México todo fue más difícil, desde el principio el animal nos había dicho que para llegar a los Estados Unidos teníamos que cruzar el desierto de Sonora. La verdad nunca había visto un desierto, solo en la tele pero nunca me imaginé lo difícil que sería cruzarlo, especialmente las personas que dejaríamos atrás y los peligros a los que nos íbamos a enfrentar. No tenía ninguna conexión ni con mi hermana ni con mi papá, me sentía más sola que nunca. Tuvimos que dejar la camioneta cuando entramos al desierto. El animal nos dijo que debíamos caminar hasta la frontera, que era más seguro para que la migra no nos parara. Yo ya no tenía nada de beber pero Maria todavía tenía su galón de agua. Nos faltaban por lo menos cuatro días más para llegar a la frontera. La siguiente noche ya no nos quedaba nada de agua, la garganta la llevaba seca, ya no podía respirar y mucho menos hablar. María me dijo que solo quedaba una cosa más por hacer. Me dijo que teníamos que tomar nuestros propios meados. Ya no había más que hacer, esa era nuestra última opción. Me acurruqué y puse la botella entre mis piernas. Me lo tomé, tratando de no probarlo, de no olerlo. La mañana siguiente, todavía nos faltaban dos día más, Maria apenas podía caminar. Nos paramos cerca de una piedra grande, alrededor solo se miraba arena y más arena. Le dije a Maria que se podía recostar en mí, que yo la podía ayudar a caminar pero ella ya no podía. En eso escuchamos las sirenas de una patrulla, todos empezaron a correr, el animal fue el primero que desapareció. Le dije a Maria que teníamos que correr, pero ella me dijo que estaba bien, que me podía ir sin ella, que ella extrañaba a sus hijos en Guatemala, que se quería regresar, que lo intentaría en otra ocasión. Le dije que no, que no podía dejarla sola, que solo la tenía a ella, que después de todo estábamos la una para la otra. Ella me puso su crucifijo en mi cuelloy me dijo que corriera, que la patrulla ya se escuchaba cerca. Y corrí. Sin mirar atrás, corrí.

Me vuelvo a levantar del sillón, quiero un trago, me termino lo que queda del vaso. Siento otra vez esa sed en la garganta, esas ganas de no estar aquí. La mujer de pelo negro solo me observa sin decir nada. Me vuelvo a sentar y respiro profundo.

—Corrí lo más que pude. Corrí hasta que encontré un barranco donde me podía esconder. Al entrar vi que el animal también estaba escondido ahí. Se puso el dedo en los labios diciendo shhh. Me jaló y me sentó a la par de él, y cuando ya no se escuchaban las sirenas, me empezó a tocar. En la mano derecha sentí que había una piedra pesada más grande que mi puño, la agarré mientras él me metía la mano entre las piernas. Lo miré a los ojos, y le grité “¡Estás bien pendejo si crees que me vas hacer lo mismo otra vez!”. Agarré la piedra y le di en la cabeza, le seguí dando una y otra y otra vez hasta que me cansé, hasta que me quedé sin aliento. No se movía, había sangre en todos lados, en mi camisa, en  mi cara. Revisé su mochila y encontré una botella de agua. Agarré un poquito y me lavé el rostro, lo demás me lo tomé. Estaba tan cansada que sentía como si mis ojos pesaran, me volví a sentar y me recosté en la mochila. El día siguiente me levanté, me quité el suéter manchado de sangre y agarré camino. Caminé por unas horas, no se miraba nada, entre más caminaba, solo iba apareciendo más arena y un paisaje desolado. Pensé que me había perdido. Ya llevaba la boca seca otras vez, me costaba caminar. De lejos por fin descubrí la cerca que nos dividía a nosotros de ellos. Ya sabía que no podía cruzar por ahí, las patrullas me iban a agarrar rápido. Tenía que seguir caminando hasta que la cerca se acabara pero ya no aguantaba más el calor, el sol y la ganas de tomar agua. Me volvi acurrucar, a tomarme mi propio meado, sería el último empujón, ya casi iba a llegar, ya casi tocaría suelo americano. Para distraerme me puse a pensar en el cuerpo del animal. Tal vez alguien lo iba a encontrar, tal vez no, tal vez algún otro animal lo encontraría y se lo comería. Eso me ayudaría a mí, a deshacerme de la evidencia. Pero si lo encontraban, y si me agarraban, y si todo esto fue para ni mierda... Pero como María una vez me dijo, hay que confiar en Dios y en sus caminos. ¿Pero cómo fue que Dios me dejó pasar por todo esto? Mientras seguía pensando en esto, me di cuenta de que ya no miraba la cerca, lo único que se interponía entre yo y un vaso de agua era mi miedo por lo que pudiera ocurrir. Me llené de valor y usé el último poquito de energía que me quedaba. Ya iba anocheciendo, el frío iba entrando, la oscuridad no ayudaba. Los aullidos de los coyotes se empezaban a escuchar otra vez. Ya casi, pensaba, ya casi. Cuando ya iba llegando, me escondí en una piedra para asegurarme de que nadie estuviera viendo. Entonces, corrí para el otro lado. Nomás crucé, respiré profundo para oler el aire de la libertad. Me puse a pensar que el aire no era diferente, era lo mismo, no olía a éxito o dinero. De ahí todavía tuve que caminar hasta encontrar algún lugar en donde pedir agua y un teléfono para llamar a mi hermana. Una hora después por fin llegué a un pueblo, entré a un restaurante y para mi suerte, la mesera era hispana, le pedí un vaso de agua y ella con una sonrisa me dijo que ya venía. No solo me trajo un vaso de agua con hielo sino también unas tortillas con frijoles y arroz, me dijo que no me preocupara, que ella sabía que tenía hambre. Sin hacer más preguntas, inhalé la comida como una aspiradora. Le pregunté si podía usar su teléfono. Marqué el número que todos los días me había repetido en la cabeza, escuché el tono del teléfono sonar cuando por fin al otro lado de la línea oí una voz preocupada, preguntando: —¿Aló? ¿Quién es?
    —Soy yo —le respondí, —Esperanza.
    Escuché cómo su voz se quebraba, y empezó a llorar. Nos pusimos de acuerdo en que ella me iba a venir a traer ahí la mañana siguiente, y por fin íbamos a estar juntas, por fin vi la Luz al final del túnel.


Vuelvo a limpiarme las manos en mi pantalón. Volteo a ver a la mujer de pelo negro mientras ella cierra su cuaderno blanco y agarra un pañuelo para limpiarse las pocas lágrimas que han bajado por su cara. Volteo a ver el reloj, nuestra sesión está por acabarse.
    Con una media sonrisa le digo: —Y bueno, así fue cómo llegué aquí. Todas las noches tengo pesadillas del animal, de la sed y el calor, de María abandonada en el desierto. Luz dice que estoy traumada y que lo mejor es que venga a verla más para que me dé terapia, pero no sé cómo eso me vaya ayudar.
    La mujer de pelo me responde:  —Esperanza, no solo soy una simple psicóloga, yo te puedo ayudar a recuperarte de este trauma por el que pasaste. Creo que hicimos un buen trabajo hoy, te desahogaste. Algunas veces es bueno hablar de estas cosas con alguien que no conoces. Cuando salgas a la sala de espera haces otra cita con mi secretaria para la otra semana. Hoy hiciste un buen trabajo 

Me levanto del sillón, agarro mi mochila, y le digo adiós. Paso por la sala de espera y veo otras personas sentadas esperando ser atendidas por la mujer de pelo negro. Volteo a ver a la joven secretaria, pero sigo caminando. Me pongo mis audífonos y por fin logro desaparecer de este mundo de dolor y desgracia.

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