Ashley Rodríguez Lantigua, ’23
Se va la guagua
Siento los ojos de estos hombres propasados entre mis piernas. Estoy en una intersección llena de motoconchos y guaguas y vendedores de frutas y dulces. Ta’ bueno que me pase. ¿A quién se le ocurre ponerse un conjunto corto del color más llamativo? Es que a mí me gusta el can. Verde neón. ¿En serio, Altagracia? Hoy no me soporto. No, esto no es culpa mía. Papi sabe muy bien cómo son las cosas aquí. Pero yo debería conocer mejor sus tendencias. Si casi me ahoga cuando solo tenía seis meses, él fácilmente deja que me coman viva. Nunca podré olvidar esa desconfianza que le tengo a mi propio padre. Todavía no nado, y como quiera amo el océano. Yo tengo años que no camino por la calle Treinta de Marzo. Ando buscando la punta del monumento para situarme pero solo puedo ver el tapón de las doce del día. Mi respiración da volteretas. Y el sudor me baña.
Me paro enfrente de la parada donde me dejó la guagua de Caribe Tours y respiro profundamente. Cuando yo vivía aquí nunca me había sentado en una guagua con aire acondicionado. ¿Será ese el tal sueño americano? Bueno, Papi me arruinó, porque ahora vuelvo a la misma lucha. Miro hacia el letrero en frente mío, y veo una foto del monumento al lado del nombre El Chu: Las Guaguas Voladoras. Debo de estar en el lugar correcto, porque estas fueron las direcciones que Papi me dio. Hay un señor con una gorra amarilla de los Aguiluchas en frente voceando “Se va la guagua.” El corazón se me para porque me doy cuenta de que ni siquiera he comprado un boleto por estar de come’ boca. Me le acerco y trato de endulzarle un chin el día.
Me aseguro de que no se me salga ni un like ni un and porque ahí si es verdad que me comen viva, y le digo “¡De lo mío! Esa gorra le queda bien a usted. Dígame, ¿cuál guagua es que va pa’ Puerto Plata?” Con cautela él pausa su vociadera, me mira, y me dice “¡Muchacha, pero esa guagua te va dejar! ¿Y qué hace una chamaquita tan joven sola en la Treinta de Marzo?” Yo lo miro y me quedo pasma’. Sé que él puede leer la intimidación que pinta la cara mía. Me hago la valiente y le digo, “Esa misma pregunta le haría yo a mi papá que me dejó planta’ aquí y yo lo sigo buscando a él.” Pero a la misma vez pienso en el dolor que me causó cuando nos dejó a mi y a mis hermanas en los Estados Unidos y me dijo que si no lloraba lágrimas de sangre no se quedaría con nosotros. Así de fácil pudo comunicar su crueldad, y nos abandonó. El don se queda mirándome con curiosidad. Sé que debe de estar planeando el chapeo más grande, porque aquí se dan cuenta de que tú vienes de afuera sólo con olerte.
Él me dice, “Mira, tú no va’ a poder entrar a la casilla a comprarte un boleto porque se te va a ir la guagua.” Me agarro la cabeza dejando que mi estrés interno se filtre en mi expresión. “¡Ay no, Don! Yo pensaba que usted me iba a ayudar, y qué fue? ¿Qué tipo de aguilucha le hace eso a otra cibaeña?”
Al hombre se le escapa una sonrisa, y no sé si se está burlando de mi.
En cosa de dos segundos, su sonrisa cambia a una de superioridad, y salta, “Si tú me das esos aretes de oro que tú tienes te doy un boleto.” Con este pique que yo tengo lo único que puedo hacer es cortarle los ojos y darle mis aretes gotas de lágrimas. “Bueno, gracias por no dejar que me roben aquí. Aunque sea interesao, por lo menos usted busca una solución a diferencia a la de mi padre” le digo.
“Cuidese por ahí, chamaquita,” me dice con su fortuna en las manos, “Y corre antes de que en verdad te dejen.”
Rápidamente camino hacia la esquinita donde hay una línea que solo de verla me da ansiedad. ¡Cómo diaches van a haber suficientes asientos en un cajoncito tan pequeño! Por andar rápido me doy un tropezón antes de entregarme a la línea. Miro hacia el piso y veo que mi dedo grande del pie derecho empieza a sangrar. ¡Coño! ¡Me lleva la que me trajo! Ya quiero llorar.
Respira. Me arrastró al final de la línea y trato de actuar calmada. Hace ocho años que yo estaba aquí a punto de montarme en una guagua voladora con Mami pa’ poder volver a casa después de haber recibido nuestra vida en el consulado en Santo Domingo, y mira cómo es la vida aquí otra vez, pero ahora sola. Papi sí es tacaño.
Desde chiquitos, Papi nos enfatizó, a mi y a mis hermanos, la importancia de la educación. Él fue el único de los dieciocho hijos de mi abuelo que se graduó de la universidad. Estoy segura que fue a él que salí tan estudiosa. De mi mamá saqué la humildad y el perdón, él la canaria campesina más grácil de este mundo entero. Pero es que no entiendo. ¿Cómo es que un abogado notario deja a sus hijas hembras solas en un país extranjero misógino sin apoyo y después hace lo mismo cuando lo vienen a visitar? A veces no sé si estoy sobresaliéndome academicamente por él, o por mi propio bien en la universidad estadounidense.
El sol pica y la gente está desesperada por montarse en la guagua. Miro hacia el otro lado de la calle, y veo a una mujer vendiendo dulces. ¡Ay, cómo quisiera comerme un dulce de guayaba! No te atrevas. Si esta guagua te deja, en verdad mueres viva. Veo las paletas del chavo y las canquiñas encima de una mesita, y me transportan a mi niñez. Mami buscaba hasta los últimos cinco pesos que le quedaban para comprarme mi chucherías. Papi ni eso.
Oigo un hombre silbando. Miro la línea y ya soy la última por entrar, pero estoy a una distancia. “¡Wey! ¿O vienes o te quedas, chamaca? No hay muchos asientos pero tú te le sientas en las piernas de unas de las doñas de atrás. Eso no es na’, ¡se llega!” dice riéndose. Yo me apuro hacia la puerta de la guagua y arrastro el pie derecho que ya se me está durmiendo. “¿Cómo va a ser? Tiene que haber un asiento para mí. Ya yo esperé suficiente,” le respondo y entro enseñándole el boleto. “Entra, entra, nosotros chequeamos los boletos adentro,” dice apurándome.
Cuando entro, veo que la guagua está en su límite y parece que va a explotar. ¡Cuánta gente! Me arreglo la falda, que se me sigue subiendo, y me voy para la cola. Hay un asiento vacío. Y con ventana. Me siento y pongo mi macuto de flores en el asiento derecho. Bueno, ahora llegar no puede ser tan malo. Miro a mi alrededor y hay una bulla y un calor insoportable, pero esta gente es igual que yo. Tienen que llegar de una manera u otra. La estación de radio suena unas de las clásicas bachatas de Anthony Santos. Miro el dedo sangrante y me incomoda hasta plantarlo en el piso. Quiero llorar. Respiro.
El conductor grita, “¡Se va la guagua! ¿Van todos para Puerto Plata?” Un hombre que está sentado en frente mío con otro señor mayor se levanta rápidamente y dice, “¡Ay, no! Yo pensaba que era pa’ Mao que esta iba.” El conductor le dice que salga rápido, que no hay tiempo que perder. Las guaguas se van y te dejan plantado si no andas rápido. El cobrador de la guagua le hace una señal al conductor como para que se espere. ¡Ay, no! ¡Más gente, no! El cobrador mira hacia la cola de la guagua y cuenta los asientos que quedan disponibles.
Entran dos mujeres. La primera entra y coge el asiento que dejó el hombre que salió. La otra viene en mi dirección. No, no, no. La señora me mira y la veo como brava. Ella tiene una funda llena de mangos en una mano y una cartera roja en la otra. Me mira y me dice “¡Ven acá! ¿Tú te crees que tú eres dueña de esta guagua, eh? ¡Agarra tu vaina y deja que los viejos se sienten!”
Se me escapa un “I’m so sorry,” y rápidamente le digo “¡Ay, sí! ¡Perdón!, es lo que le quise decirle. Ando media sonsa hoy.” Ella se sienta y lentamente dice, “Ah, ¿es que viaja la muchacha, con razón tan comparona?” Quiero cortarle los ojos pero esta puede ser mi abuela y fácilmente me da una pela enfrente a todos. La guagua arranca.
Nos acercamos a la carretera principal que raramente aún puedo reconocer después de tantos años. Miro mi reloj y veo que ya pasaron tres horas desde que llegué a Santiago. No he comido nada y ahora es que me doy cuenta del hambre que tengo. Esto no fue lo que imaginé que sería mi regreso a casa. Apego la cabeza a la ventana y se me salen las lágrimas que tengo aguantadas desde la mañanita cuando le colgué el teléfono a Papi rogándole que me recogiera.
La señora se asoma a mi cara, y dice “¡Ay, tú! ¡No me diga’ que yo te hice llorar, chula! ¡Estaba jugando!” La miro y le digo que no se apure, que solo estoy estresada porque estoy un poco perdida. Ella me dice, “Muchacha, tú no ‘ta perdía na’, a mí me dicen el mapa humano. ¿Pa’ donde vas?” pregunta. Volteo la cara para verla y noto que ella está interesada en ayudarme. Le digo que voy para el barrio Quisqueya. Algo me dice que puedo desahogarme con la doña.
El cobrador interrumpe las conversaciones y con un pito agarra nuestra atención “¿Cuáles van a pagar en efectivo?” La doña me sigue preguntando y no le hace caso al cobrador, pero yo la dejo hablando sola. El tipo no era aguilucho na’, qué tiguerazo. “Perdón que me despeje, es que el aguilucho afuera de la parada me hizo darle unos areticos de oro, gotas de lágrimas para poder entrar a la guagua. Mi madrina me los regaló cuando nací,” le respondo.
La doña se queda con la boca abierta, y rápidamente responde “¡Ay, señores! Tú si eres pendeja, muchacha. Te dejaste engañar. Tú tienes que ser viva aquí.”
Tomó un respiro y le digo, “Yo vine a ver a mi papá durante mi día libre. Tengo ocho años que no lo veo. Y vine en un viaje con mi universidad en Nueva York. Estoy investigando la cultura machista envuelta en las políticas del país en Intec.” La doña me mira con un nuevo respeto y dice, “¡Uau, pero tú eres inteligente! ¡Que buena hija eres! Mis hijos ni me visitan ya. Después que yo me cansé la vida entera para que ellos pudieran irse a estudiar pa’ fuera. Se olvidan de mí. El padre tuyo debería estar más pendiente de ti. Pero tú sabes que los hombres dominicanos son rastreros.” Le respondo a la doña, “Sí, lo sé, pero no quiero que mi papá diga que soy malcriada. A fin de cuentas, él fue el que me dio la oportunidad de viajar y estudiar afuera.”
El cobrador se asoma a nosotras y nos pregunta por los boletos. Los sacó de mi macuto y se lo enseño rápidamente. “Eso ta’ vencio,” me dice riéndose como si yo lo estuviera tratando de engañar a él. El colmo.
“¿Cómo va a ser?” le pregunto. “El boletero afuera de la parada me lo dio” le digo.
“Tú sólo puedes comprar boletos en la casilla o adentro de las guaguas mi niña,” me vuelve a recordar.
En serio, ya estoy cansada de oír que soy una crédula. “Te lo voy a dejar pasar, no te apures,” me dice cortándome los ojos. No puedo con estos hombres.
La doña me pone la mano en el hombro y me dice, “No tengas vergüenza que eso le pasa a cualquiera.” Respiro. Chequeo mi reloj y veo que ya casi son las cinco de la tarde. La doña me dice “Y de vuelta para Santo Domingo, coje la guagua voladora directa. Sale a las ocho de Puerto Plata pero te lleva directa a la universidad.” Ella me está salvando de la pérdida que yo me iba a dar en este viaje todo gracias al irresponsable de mi padre. Le respondo, “Gracias, se lo agradezco. Ojalá mi papá me lleve porque no tendré suficiente para la guagua directa.”
La doña se ríe, “Bueno, ‘mija. ¡Tú sí crees en los hombres! Yo tú, y no confío mucho en que tú vas a ver a ese Pai’ tuyo hoy.” Me pasa un dinero envuelto en la mano.
La guagua se para en el la parada de la Doña. “Cuídate, muchachita, que tú vas a llegar lejos,” me dice recogiendo su funda de mangos que había puesto en el suelo y se levanta. Le doy las gracias. Se va la doña. Empiezo a cerrar los ojos sin tratar. No te atrevas.
Abro los ojos y cuando miro mi reloj ya son las seis y media. Llegué a la parada de todas las guaguas en Puerto Plata. Qué alivio. Llamo a Papi. No me responde al celular. Ya las ganas que tenía de verlo se me fueron con el desaire que me ha hecho pasar en un solo día. Salgo de la guagua y me siento en un balconcito en frente de la parada. Me siento a esperar que me devuelva la llamada. Cierro los ojos para hacer que el tiempo se vaya más rápido. Los abro y miro a ver si me responde la llamada. Nada. Cierro los ojos otra vez. Los abro y cuando veo el reloj ya son las siete y media.
Me paro y compro un boleto directo, una empanada, y un frío frío. Me siento. El celular suena. “¿Aló? ¿En serio, Pa? Yo por no ser malagradecida me quedo esperándolo una vida entera,” le digo. Me responde diciendo que lo espere a que él llega en treinta minutos a buscarme.
“Ya olvídelo. De aquí a eso se va la guagua,” y le cuelgo.
Estas lágrimas mías de oro sí son, y no todos se las merecen. Lejos iré, pero detrás de un hombre, nunca jamás.
Se va la guagua
Siento los ojos de estos hombres propasados entre mis piernas. Estoy en una intersección llena de motoconchos y guaguas y vendedores de frutas y dulces. Ta’ bueno que me pase. ¿A quién se le ocurre ponerse un conjunto corto del color más llamativo? Es que a mí me gusta el can. Verde neón. ¿En serio, Altagracia? Hoy no me soporto. No, esto no es culpa mía. Papi sabe muy bien cómo son las cosas aquí. Pero yo debería conocer mejor sus tendencias. Si casi me ahoga cuando solo tenía seis meses, él fácilmente deja que me coman viva. Nunca podré olvidar esa desconfianza que le tengo a mi propio padre. Todavía no nado, y como quiera amo el océano. Yo tengo años que no camino por la calle Treinta de Marzo. Ando buscando la punta del monumento para situarme pero solo puedo ver el tapón de las doce del día. Mi respiración da volteretas. Y el sudor me baña.
Me paro enfrente de la parada donde me dejó la guagua de Caribe Tours y respiro profundamente. Cuando yo vivía aquí nunca me había sentado en una guagua con aire acondicionado. ¿Será ese el tal sueño americano? Bueno, Papi me arruinó, porque ahora vuelvo a la misma lucha. Miro hacia el letrero en frente mío, y veo una foto del monumento al lado del nombre El Chu: Las Guaguas Voladoras. Debo de estar en el lugar correcto, porque estas fueron las direcciones que Papi me dio. Hay un señor con una gorra amarilla de los Aguiluchas en frente voceando “Se va la guagua.” El corazón se me para porque me doy cuenta de que ni siquiera he comprado un boleto por estar de come’ boca. Me le acerco y trato de endulzarle un chin el día.
Me aseguro de que no se me salga ni un like ni un and porque ahí si es verdad que me comen viva, y le digo “¡De lo mío! Esa gorra le queda bien a usted. Dígame, ¿cuál guagua es que va pa’ Puerto Plata?” Con cautela él pausa su vociadera, me mira, y me dice “¡Muchacha, pero esa guagua te va dejar! ¿Y qué hace una chamaquita tan joven sola en la Treinta de Marzo?” Yo lo miro y me quedo pasma’. Sé que él puede leer la intimidación que pinta la cara mía. Me hago la valiente y le digo, “Esa misma pregunta le haría yo a mi papá que me dejó planta’ aquí y yo lo sigo buscando a él.” Pero a la misma vez pienso en el dolor que me causó cuando nos dejó a mi y a mis hermanas en los Estados Unidos y me dijo que si no lloraba lágrimas de sangre no se quedaría con nosotros. Así de fácil pudo comunicar su crueldad, y nos abandonó. El don se queda mirándome con curiosidad. Sé que debe de estar planeando el chapeo más grande, porque aquí se dan cuenta de que tú vienes de afuera sólo con olerte.
Él me dice, “Mira, tú no va’ a poder entrar a la casilla a comprarte un boleto porque se te va a ir la guagua.” Me agarro la cabeza dejando que mi estrés interno se filtre en mi expresión. “¡Ay no, Don! Yo pensaba que usted me iba a ayudar, y qué fue? ¿Qué tipo de aguilucha le hace eso a otra cibaeña?”
Al hombre se le escapa una sonrisa, y no sé si se está burlando de mi.
En cosa de dos segundos, su sonrisa cambia a una de superioridad, y salta, “Si tú me das esos aretes de oro que tú tienes te doy un boleto.” Con este pique que yo tengo lo único que puedo hacer es cortarle los ojos y darle mis aretes gotas de lágrimas. “Bueno, gracias por no dejar que me roben aquí. Aunque sea interesao, por lo menos usted busca una solución a diferencia a la de mi padre” le digo.
“Cuidese por ahí, chamaquita,” me dice con su fortuna en las manos, “Y corre antes de que en verdad te dejen.”
Rápidamente camino hacia la esquinita donde hay una línea que solo de verla me da ansiedad. ¡Cómo diaches van a haber suficientes asientos en un cajoncito tan pequeño! Por andar rápido me doy un tropezón antes de entregarme a la línea. Miro hacia el piso y veo que mi dedo grande del pie derecho empieza a sangrar. ¡Coño! ¡Me lleva la que me trajo! Ya quiero llorar.
Respira. Me arrastró al final de la línea y trato de actuar calmada. Hace ocho años que yo estaba aquí a punto de montarme en una guagua voladora con Mami pa’ poder volver a casa después de haber recibido nuestra vida en el consulado en Santo Domingo, y mira cómo es la vida aquí otra vez, pero ahora sola. Papi sí es tacaño.
Desde chiquitos, Papi nos enfatizó, a mi y a mis hermanos, la importancia de la educación. Él fue el único de los dieciocho hijos de mi abuelo que se graduó de la universidad. Estoy segura que fue a él que salí tan estudiosa. De mi mamá saqué la humildad y el perdón, él la canaria campesina más grácil de este mundo entero. Pero es que no entiendo. ¿Cómo es que un abogado notario deja a sus hijas hembras solas en un país extranjero misógino sin apoyo y después hace lo mismo cuando lo vienen a visitar? A veces no sé si estoy sobresaliéndome academicamente por él, o por mi propio bien en la universidad estadounidense.
El sol pica y la gente está desesperada por montarse en la guagua. Miro hacia el otro lado de la calle, y veo a una mujer vendiendo dulces. ¡Ay, cómo quisiera comerme un dulce de guayaba! No te atrevas. Si esta guagua te deja, en verdad mueres viva. Veo las paletas del chavo y las canquiñas encima de una mesita, y me transportan a mi niñez. Mami buscaba hasta los últimos cinco pesos que le quedaban para comprarme mi chucherías. Papi ni eso.
Oigo un hombre silbando. Miro la línea y ya soy la última por entrar, pero estoy a una distancia. “¡Wey! ¿O vienes o te quedas, chamaca? No hay muchos asientos pero tú te le sientas en las piernas de unas de las doñas de atrás. Eso no es na’, ¡se llega!” dice riéndose. Yo me apuro hacia la puerta de la guagua y arrastro el pie derecho que ya se me está durmiendo. “¿Cómo va a ser? Tiene que haber un asiento para mí. Ya yo esperé suficiente,” le respondo y entro enseñándole el boleto. “Entra, entra, nosotros chequeamos los boletos adentro,” dice apurándome.
Cuando entro, veo que la guagua está en su límite y parece que va a explotar. ¡Cuánta gente! Me arreglo la falda, que se me sigue subiendo, y me voy para la cola. Hay un asiento vacío. Y con ventana. Me siento y pongo mi macuto de flores en el asiento derecho. Bueno, ahora llegar no puede ser tan malo. Miro a mi alrededor y hay una bulla y un calor insoportable, pero esta gente es igual que yo. Tienen que llegar de una manera u otra. La estación de radio suena unas de las clásicas bachatas de Anthony Santos. Miro el dedo sangrante y me incomoda hasta plantarlo en el piso. Quiero llorar. Respiro.
El conductor grita, “¡Se va la guagua! ¿Van todos para Puerto Plata?” Un hombre que está sentado en frente mío con otro señor mayor se levanta rápidamente y dice, “¡Ay, no! Yo pensaba que era pa’ Mao que esta iba.” El conductor le dice que salga rápido, que no hay tiempo que perder. Las guaguas se van y te dejan plantado si no andas rápido. El cobrador de la guagua le hace una señal al conductor como para que se espere. ¡Ay, no! ¡Más gente, no! El cobrador mira hacia la cola de la guagua y cuenta los asientos que quedan disponibles.
Entran dos mujeres. La primera entra y coge el asiento que dejó el hombre que salió. La otra viene en mi dirección. No, no, no. La señora me mira y la veo como brava. Ella tiene una funda llena de mangos en una mano y una cartera roja en la otra. Me mira y me dice “¡Ven acá! ¿Tú te crees que tú eres dueña de esta guagua, eh? ¡Agarra tu vaina y deja que los viejos se sienten!”
Se me escapa un “I’m so sorry,” y rápidamente le digo “¡Ay, sí! ¡Perdón!, es lo que le quise decirle. Ando media sonsa hoy.” Ella se sienta y lentamente dice, “Ah, ¿es que viaja la muchacha, con razón tan comparona?” Quiero cortarle los ojos pero esta puede ser mi abuela y fácilmente me da una pela enfrente a todos. La guagua arranca.
Nos acercamos a la carretera principal que raramente aún puedo reconocer después de tantos años. Miro mi reloj y veo que ya pasaron tres horas desde que llegué a Santiago. No he comido nada y ahora es que me doy cuenta del hambre que tengo. Esto no fue lo que imaginé que sería mi regreso a casa. Apego la cabeza a la ventana y se me salen las lágrimas que tengo aguantadas desde la mañanita cuando le colgué el teléfono a Papi rogándole que me recogiera.
La señora se asoma a mi cara, y dice “¡Ay, tú! ¡No me diga’ que yo te hice llorar, chula! ¡Estaba jugando!” La miro y le digo que no se apure, que solo estoy estresada porque estoy un poco perdida. Ella me dice, “Muchacha, tú no ‘ta perdía na’, a mí me dicen el mapa humano. ¿Pa’ donde vas?” pregunta. Volteo la cara para verla y noto que ella está interesada en ayudarme. Le digo que voy para el barrio Quisqueya. Algo me dice que puedo desahogarme con la doña.
El cobrador interrumpe las conversaciones y con un pito agarra nuestra atención “¿Cuáles van a pagar en efectivo?” La doña me sigue preguntando y no le hace caso al cobrador, pero yo la dejo hablando sola. El tipo no era aguilucho na’, qué tiguerazo. “Perdón que me despeje, es que el aguilucho afuera de la parada me hizo darle unos areticos de oro, gotas de lágrimas para poder entrar a la guagua. Mi madrina me los regaló cuando nací,” le respondo.
La doña se queda con la boca abierta, y rápidamente responde “¡Ay, señores! Tú si eres pendeja, muchacha. Te dejaste engañar. Tú tienes que ser viva aquí.”
Tomó un respiro y le digo, “Yo vine a ver a mi papá durante mi día libre. Tengo ocho años que no lo veo. Y vine en un viaje con mi universidad en Nueva York. Estoy investigando la cultura machista envuelta en las políticas del país en Intec.” La doña me mira con un nuevo respeto y dice, “¡Uau, pero tú eres inteligente! ¡Que buena hija eres! Mis hijos ni me visitan ya. Después que yo me cansé la vida entera para que ellos pudieran irse a estudiar pa’ fuera. Se olvidan de mí. El padre tuyo debería estar más pendiente de ti. Pero tú sabes que los hombres dominicanos son rastreros.” Le respondo a la doña, “Sí, lo sé, pero no quiero que mi papá diga que soy malcriada. A fin de cuentas, él fue el que me dio la oportunidad de viajar y estudiar afuera.”
El cobrador se asoma a nosotras y nos pregunta por los boletos. Los sacó de mi macuto y se lo enseño rápidamente. “Eso ta’ vencio,” me dice riéndose como si yo lo estuviera tratando de engañar a él. El colmo.
“¿Cómo va a ser?” le pregunto. “El boletero afuera de la parada me lo dio” le digo.
“Tú sólo puedes comprar boletos en la casilla o adentro de las guaguas mi niña,” me vuelve a recordar.
En serio, ya estoy cansada de oír que soy una crédula. “Te lo voy a dejar pasar, no te apures,” me dice cortándome los ojos. No puedo con estos hombres.
La doña me pone la mano en el hombro y me dice, “No tengas vergüenza que eso le pasa a cualquiera.” Respiro. Chequeo mi reloj y veo que ya casi son las cinco de la tarde. La doña me dice “Y de vuelta para Santo Domingo, coje la guagua voladora directa. Sale a las ocho de Puerto Plata pero te lleva directa a la universidad.” Ella me está salvando de la pérdida que yo me iba a dar en este viaje todo gracias al irresponsable de mi padre. Le respondo, “Gracias, se lo agradezco. Ojalá mi papá me lleve porque no tendré suficiente para la guagua directa.”
La doña se ríe, “Bueno, ‘mija. ¡Tú sí crees en los hombres! Yo tú, y no confío mucho en que tú vas a ver a ese Pai’ tuyo hoy.” Me pasa un dinero envuelto en la mano.
La guagua se para en el la parada de la Doña. “Cuídate, muchachita, que tú vas a llegar lejos,” me dice recogiendo su funda de mangos que había puesto en el suelo y se levanta. Le doy las gracias. Se va la doña. Empiezo a cerrar los ojos sin tratar. No te atrevas.
Abro los ojos y cuando miro mi reloj ya son las seis y media. Llegué a la parada de todas las guaguas en Puerto Plata. Qué alivio. Llamo a Papi. No me responde al celular. Ya las ganas que tenía de verlo se me fueron con el desaire que me ha hecho pasar en un solo día. Salgo de la guagua y me siento en un balconcito en frente de la parada. Me siento a esperar que me devuelva la llamada. Cierro los ojos para hacer que el tiempo se vaya más rápido. Los abro y miro a ver si me responde la llamada. Nada. Cierro los ojos otra vez. Los abro y cuando veo el reloj ya son las siete y media.
Me paro y compro un boleto directo, una empanada, y un frío frío. Me siento. El celular suena. “¿Aló? ¿En serio, Pa? Yo por no ser malagradecida me quedo esperándolo una vida entera,” le digo. Me responde diciendo que lo espere a que él llega en treinta minutos a buscarme.
“Ya olvídelo. De aquí a eso se va la guagua,” y le cuelgo.
Estas lágrimas mías de oro sí son, y no todos se las merecen. Lejos iré, pero detrás de un hombre, nunca jamás.