Fátima Oseida, ’20
El vecino
La puerta principal estaba abierta de par en par. Mis abuelos y yo regresábamos de hacer unos mandados cuando cruzamos a la calle en la que vivíamos y lo vimos. El carro se detuvo totalmente, mi corazón latía muy rápido, mi abuela empezó a llorar y mi abuelo sacó su teléfono para llamar a la policía. Nadie dijo nada, pero los tres sabíamos qué había pasado. Solo recuerdo que mientras asimilábamos lo que sucedía, noté que un pick-up pasó al lado nuestro lleno de cosas y que el hombre que lo iba manejando llevaba una gorra amarilla fosforescente.
Mi abuelo movió el carro al garaje y nos bajamos. Con cautela, él empujó la puerta de la sala y nos quedamos paralizados. ¡Se lo habían robado casi todo! Electrodomésticos, joyas, dinero, hasta nos dejaron sin camas. A todo esto, la policía aún no llegaba y con miedo esperábamos porque no sabíamos si los ladrones regresarían. Yo era muy pequeña para comprender todo lo que sucedía en aquel momento, pero sabía que algo estaba mal. En aquel entonces tenía 7 años y vivía con mis abuelos maternos y mi mamá. Siempre fui una niña muy curiosa que buscaba cosas nuevas para aprender y aquel día no fue la excepción.
Como una hora después de que llamáramos, llegó la policía. Rondaron la manzana, tomaron huellas dactilares, hicieron preguntas a algunos vecinos, pero no llegaron a ninguna conclusión. Toda la investigación terminó allí. Como la policía no pudo averiguar nada, no había nada más que hacer. A mi corta edad, no lograba entender cómo alguien podía cometer un crimen y salirse con la suya. Sin saber muchos detalles, le daba vueltas en mi cabeza al problema. ¿Cómo pudo suceder algo así? ¿Cómo supieron los ladrones que no había nadie en la casa?
Mi familia y yo teníamos una rutina diaria: mi abuelito manejaba buses escolares, así que se iba a trabajar de madrugada a las 3 a.m., mi mamá se iba al banco a trabajar en su carro alrededor de las 6 a.m., mi abuelita era ama de casa y me iba a dejar en carro al colegio alrededor de las 7 a.m. Todos los días era lo mismo. Mi abuelita se mantenía sola en la casa a veces, pero la mayoría del tiempo se iba a pasar el rato con unas amigas de la zona. Los responsables tenían que saber de esta rutina porque no había otra forma de entrar libremente a la casa.
El área donde vivíamos era considerada “segura” pero estaba un poco desolada. La casa no tenía vecinos directos, solamente lotes vacíos. De hecho, en la calle solamente había dos casas: la nuestra y la de un coronel. Este coronel era medio famoso en el país y no por cosas buenas. En la época de la guerrilla, el señor cometió muchos crímenes por los que nunca pagó. Todo el mundo sabía esto, pero como era muy poderoso y de dinero, nadie podía hacer nada al respecto. Por lo mismo, su casa siempre estaba llena de seguridad con guardaespaldas en la calle y en el techo. Al señor nunca se le veía, solo a los de su seguridad. Esto me hizo pensar que tal vez estos hombres habían visto algo.
En aquel momento pensé tener el plan perfecto: escaparme de mi casa para irle a preguntar al vecino si había visto algo. Salí de mi cuarto, caminé hacia el patio sin hacer ningún ruido para que no me descubrieran. Me paré en medio de la grama, volteé a ver a mi alrededor y me puse a pensar en formas de salirme de mi propia casa. En eso vi que teníamos una escalera. La recosté contra la pared del patio, me subí y llegué hasta arriba. Ahí, me puse nerviosa porque no sabía cómo bajar, hasta que noté que la pared por fuera tenía unos ladrillos salidos que terminé utilizando como gradas. Todo iba saliendo bien ¿qué podía pasar si solo tenía que llegar a la esquina y tocar la puerta?
Al bajarme de la pared, atravesé la grama del lote vacío para poder caminar en la banqueta. Empecé a ir hacia la casa del coronel a un ritmo normal, casi disfrutando el clima. No me tardé mucho, en un abrir y cerrar de ojos ya había llegado. Y ahí estaba: la gran puerta verde de metal de su entrada principal, con uno de esos timbres que hasta cámara tenían. No lo pensé dos veces y toqué el timbre. Ese ding dong nunca lo olvidaré. Alguien contestó el intercomunicador y preguntó “¿quién?”. Yo me paralicé, no sabía que decir, así que lo que me salió de la boca fue decir “disculpe, ¿ustedes vieron algo raro ayer por la mañana?”. Nadie me contestó, hasta que escuché cómo quitaban seguro de la puerta. Un hombre relativamente alto abrió la puerta. Como yo era pequeña tuve que alzar la cabeza hacia arriba para verle la cara. El tipo llevaba una gorra amarilla fosforescente. Me entumecí, y fue en ese momento que mi vida cambió para siempre.
Todo fue muy rápido. Noté la gorra y automáticamente lo recordé: el pick-up que llevaba las cosas el día del robo. Él iba manejando y yo lo vi. Él también entendió. En cosa de segundos, me cargó como si fuera un costal de papas y me metió a la casa a la fuerza. Recuerdo el somatón de la puerta de metal después de que la cerrara tras de mí. El hombre de la gorra me llevó por toda la casa hasta llegar a un cuarto pequeño de color blanco. Me soltó en el piso y me encerró. Después que el hombre se fuera, las lágrimas empezaron a resbalar por mis mejillas; solo entonces entendí que algo malo pasaba.
En el cuarto no había muchas cosas; solamente una cama imperial, una silla de mimbre y una ventana un poco pequeña la cual estaba al lado de la cama, pero hasta arriba. No sé cuánto tiempo llevaba ahí, pero de la nada alguien abrió la puerta: era el hombre de la gorra y el coronel. Supuse que era el coronel porque tenía buen porte y llevaba puesto un traje fino. El coronel empezó a caminar hacia mí, sin decir una sola palabra. Llegó hasta donde yo estaba, se agachó a mi altura y me tocó la cabeza. No supe que hacer, solo le dije “¿cuándo me puedo ir?” a lo que él no respondió, sino que solo me acarició el cabello. Nuevamente se fueron y me dejaron ahí sin decirme nada.
El tiempo corría y yo seguía sin saber qué pasaba. En eso escuché dos voces hablando del otro lado de la puerta. Me asomé e intenté escuchar lo que decían. Medio alcancé a uno decir “yo creo que me vio en el pick-up”, a lo que el otro contestó “ya se me va a ocurrir algo. Igual, ya sabés que este es mi pasatiempo favorito”. Empezaba a oscurecer y no había luz en el cuarto, quería ver por la ventana, pero no alcanzaba. A ese punto, me quería regresar a mi casa porque ya era tarde y también tenía hambre. Sin saber qué hacer empecé a somatar la puerta del cuarto esperando a que alguien llegara. Pasaron unos minutos y llegó el hombre de la gorra.
¿Qué quieres?, me preguntó.
Unas horas más tarde, otro hombre llegó con una sopa servida en un tazón gris de melamina. Me la tomé solo porque en serio tenía hambre, pero la sopa sabía mal, aunque estaba bien caliente, como si hubiera estado recién hecha. Yo seguí esperando sin saber que hacer. Ya era tarde y era hora de ir a dormir así que me tiré en la cama, pero no tenía sueño. Me puse a pensar en que quería regresarme a mi casa, pero no sabía por dónde. Pasaron las horas, al fin me quedé dormida y desperté hasta el día siguiente. Cuando abrí los ojos, tenía unas ganas de orinar que hasta me dolía la vejiga de tanto aguantar. Toqué la puerta, el hombre de la gorra llegó y me guio hasta el baño. Ahí pude observar el resto de la casa con más cuidado. Había muchas cosas lujosas por todos lados, ¡hasta una biblioteca! Se notaba que el coronel tenía dinero a morir. También había unas cuantas puertas cerradas con guardias. Fui al baño y al salir regresé al cuarto blanco. Al rato, de nuevo alguien me llevó más sopa caliente y lo mismo por la tarde.
Los días pasaban y la rutina continuaba, incluso perdí la cuenta de los días que llevaba ahí. Un día, de repente, alguien abrió la puerta; era el coronel. Este entró y cerró la puerta y comenzó a caminar hacia mí. La luz era poca, así que no le podía ver bien la cara. Yo estaba sentada en la orilla de la cama, y entonces él se sentó al lado mío. Las manos me sudaban y tenía ganas de llorar. Me dijo, “te escapaste de tu casa, te entrometiste en cosas de adultos y estas son las consecuencias”. En ese momento sacó un teléfono y me preguntó si me sabía el número de teléfono de mi casa. Antes de llamar, me obligó a decir que todo estaba bien. Me puso a marcar y mi mamá contestó.
“Tiene que cuidar mejor de su hija que se anda metiendo en cosas que no debe. No quiero causarles más problemas, pero o arreglan esto, o su hija sufrirá las consecuencias”, dijo el coronel.
Colgó, se levantó de la cama y se fue.
Yo era niña, pero no era estúpida. Yo sabía todo eso estaba relacionado con el robo, pero, según yo, ellos no se podían salir con la suya. Tenía que ingeniarme una manera de regresar a casa. Mi única opción era la ventana. Esperé a que fuera de noche para que hubiera menos gente cuidando y viendo. Coloqué la silla por encima de la cama y me subí para poder alcanzar la ventana. Apenas la alcanzaba, pero la logré abrir. Por lo menos, yo era lo suficientemente pequeña para caber por ahí. Ya arriba, noté que había un árbol al lado de la ventana, el cual me ayudó para bajarme. Según yo, iba a poder tirarme desde ahí arriba, pero cuando brinqué caí sobre mi pie. En aquel momento, algo tronó fuerte, pero no supe si fue mi pie o alguna rama en el suelo. Quise levantarme, pero el tobillo me daba pulsadas, sentía como que si mi pie se iba a caer.
Después de sufrir el dolor en silencio por un par de minutos, escuché un ruido. Vi como una linterna alumbraba desde el techo. La ventana del cuarto blanco daba con la parte de atrás de la casa, pero no me acordaba de que la casa tenía tanta seguridad. Creo que uno de los guardaespaldas del coronel me escuchó y empezó a buscar por donde yo estaba. Me quedé quieta hasta que la luz casi me alcanzaba, así que salí corriendo en busca de la calle. Adolorida, corrí con todas mis fuerzas. Casi sin aire, llegué a mi casa y toqué el timbre, desesperada. Cuando volteé, vi cómo un hombre venía corriendo hacia mí, pero en eso se abrió la puerta de mi casa, entré y cerré la puerta lo más rápido que pude. Mi mamá había abierto la puerta y cuando me vio empezó a llorar. Me abrazó muy fuerte, me cargó y entramos a la casa. Ya adentro, mis abuelitos también estaban llorando y ambos me abrazaron. De ahí mi abuelita sugirió llamar a la policía, pero mi mamá se negó rotundamente. Esa misma noche, decidí espiar a mi familia, pero no logré nada. No entendía que estaba sucediendo, los tres estaban llorando, pero yo no sabía por qué.
Al día siguiente me sentaron en el comedor, como si fuéramos a tener una reunión de negocios, para decirme que las cosas en la casa iban a cambiar. Mi mamá me dijo que nos íbamos a mudar a otra parte del país, que me iban a cambiar de colegio y que ella se iba a cambiar de trabajo. Al terminar de hablar sobre eso, mi abuelito se acercó a mí y me dijo que él había decidido quedarse en el mismo lugar porque no quería dejar su trabajo. Me explicó que, debido al robo, él no se podía dar el lujo de cambiar de trabajo. Especialmente porque ya era un poco mayor y sería difícil para él encontrar uno nuevo. Hasta hoy en día me pregunto si yo fui la culpable de que él no se fuera con nosotros. En menos de dos semanas, yo y mi familia prácticamente éramos otras personas. El coronel y sus guardaespaldas nos habían arrebatado lo poco que nos quedaba: la familia.
Ya pasaron 20 años desde que aquel acontecimiento y yo continúo guardándole rencor al coronel y al hombre de la gorra. Para algunos, tal vez esto sea algo bueno, pero para mí significaba que mi vida se desmoronaba. El coronel siguió con su vida de popularidad, y me imagino que sus guaruras siguieron trabajando para él. Mi familia hizo lo posible para que yo no sufriera las consecuencias, como dijo el coronel, pero lamentablemente desde el momento en que yo entré a esa casa, las consecuencias iban a ser inevitables. Yo sé que no fui la única y tampoco la última. Quisiera saber a cuántas personas más le arruinaron la vida, ¿éramos tantas que por eso la sopa siempre estaba caliente?
El vecino
La puerta principal estaba abierta de par en par. Mis abuelos y yo regresábamos de hacer unos mandados cuando cruzamos a la calle en la que vivíamos y lo vimos. El carro se detuvo totalmente, mi corazón latía muy rápido, mi abuela empezó a llorar y mi abuelo sacó su teléfono para llamar a la policía. Nadie dijo nada, pero los tres sabíamos qué había pasado. Solo recuerdo que mientras asimilábamos lo que sucedía, noté que un pick-up pasó al lado nuestro lleno de cosas y que el hombre que lo iba manejando llevaba una gorra amarilla fosforescente.
Mi abuelo movió el carro al garaje y nos bajamos. Con cautela, él empujó la puerta de la sala y nos quedamos paralizados. ¡Se lo habían robado casi todo! Electrodomésticos, joyas, dinero, hasta nos dejaron sin camas. A todo esto, la policía aún no llegaba y con miedo esperábamos porque no sabíamos si los ladrones regresarían. Yo era muy pequeña para comprender todo lo que sucedía en aquel momento, pero sabía que algo estaba mal. En aquel entonces tenía 7 años y vivía con mis abuelos maternos y mi mamá. Siempre fui una niña muy curiosa que buscaba cosas nuevas para aprender y aquel día no fue la excepción.
Como una hora después de que llamáramos, llegó la policía. Rondaron la manzana, tomaron huellas dactilares, hicieron preguntas a algunos vecinos, pero no llegaron a ninguna conclusión. Toda la investigación terminó allí. Como la policía no pudo averiguar nada, no había nada más que hacer. A mi corta edad, no lograba entender cómo alguien podía cometer un crimen y salirse con la suya. Sin saber muchos detalles, le daba vueltas en mi cabeza al problema. ¿Cómo pudo suceder algo así? ¿Cómo supieron los ladrones que no había nadie en la casa?
Mi familia y yo teníamos una rutina diaria: mi abuelito manejaba buses escolares, así que se iba a trabajar de madrugada a las 3 a.m., mi mamá se iba al banco a trabajar en su carro alrededor de las 6 a.m., mi abuelita era ama de casa y me iba a dejar en carro al colegio alrededor de las 7 a.m. Todos los días era lo mismo. Mi abuelita se mantenía sola en la casa a veces, pero la mayoría del tiempo se iba a pasar el rato con unas amigas de la zona. Los responsables tenían que saber de esta rutina porque no había otra forma de entrar libremente a la casa.
El área donde vivíamos era considerada “segura” pero estaba un poco desolada. La casa no tenía vecinos directos, solamente lotes vacíos. De hecho, en la calle solamente había dos casas: la nuestra y la de un coronel. Este coronel era medio famoso en el país y no por cosas buenas. En la época de la guerrilla, el señor cometió muchos crímenes por los que nunca pagó. Todo el mundo sabía esto, pero como era muy poderoso y de dinero, nadie podía hacer nada al respecto. Por lo mismo, su casa siempre estaba llena de seguridad con guardaespaldas en la calle y en el techo. Al señor nunca se le veía, solo a los de su seguridad. Esto me hizo pensar que tal vez estos hombres habían visto algo.
En aquel momento pensé tener el plan perfecto: escaparme de mi casa para irle a preguntar al vecino si había visto algo. Salí de mi cuarto, caminé hacia el patio sin hacer ningún ruido para que no me descubrieran. Me paré en medio de la grama, volteé a ver a mi alrededor y me puse a pensar en formas de salirme de mi propia casa. En eso vi que teníamos una escalera. La recosté contra la pared del patio, me subí y llegué hasta arriba. Ahí, me puse nerviosa porque no sabía cómo bajar, hasta que noté que la pared por fuera tenía unos ladrillos salidos que terminé utilizando como gradas. Todo iba saliendo bien ¿qué podía pasar si solo tenía que llegar a la esquina y tocar la puerta?
Al bajarme de la pared, atravesé la grama del lote vacío para poder caminar en la banqueta. Empecé a ir hacia la casa del coronel a un ritmo normal, casi disfrutando el clima. No me tardé mucho, en un abrir y cerrar de ojos ya había llegado. Y ahí estaba: la gran puerta verde de metal de su entrada principal, con uno de esos timbres que hasta cámara tenían. No lo pensé dos veces y toqué el timbre. Ese ding dong nunca lo olvidaré. Alguien contestó el intercomunicador y preguntó “¿quién?”. Yo me paralicé, no sabía que decir, así que lo que me salió de la boca fue decir “disculpe, ¿ustedes vieron algo raro ayer por la mañana?”. Nadie me contestó, hasta que escuché cómo quitaban seguro de la puerta. Un hombre relativamente alto abrió la puerta. Como yo era pequeña tuve que alzar la cabeza hacia arriba para verle la cara. El tipo llevaba una gorra amarilla fosforescente. Me entumecí, y fue en ese momento que mi vida cambió para siempre.
Todo fue muy rápido. Noté la gorra y automáticamente lo recordé: el pick-up que llevaba las cosas el día del robo. Él iba manejando y yo lo vi. Él también entendió. En cosa de segundos, me cargó como si fuera un costal de papas y me metió a la casa a la fuerza. Recuerdo el somatón de la puerta de metal después de que la cerrara tras de mí. El hombre de la gorra me llevó por toda la casa hasta llegar a un cuarto pequeño de color blanco. Me soltó en el piso y me encerró. Después que el hombre se fuera, las lágrimas empezaron a resbalar por mis mejillas; solo entonces entendí que algo malo pasaba.
En el cuarto no había muchas cosas; solamente una cama imperial, una silla de mimbre y una ventana un poco pequeña la cual estaba al lado de la cama, pero hasta arriba. No sé cuánto tiempo llevaba ahí, pero de la nada alguien abrió la puerta: era el hombre de la gorra y el coronel. Supuse que era el coronel porque tenía buen porte y llevaba puesto un traje fino. El coronel empezó a caminar hacia mí, sin decir una sola palabra. Llegó hasta donde yo estaba, se agachó a mi altura y me tocó la cabeza. No supe que hacer, solo le dije “¿cuándo me puedo ir?” a lo que él no respondió, sino que solo me acarició el cabello. Nuevamente se fueron y me dejaron ahí sin decirme nada.
El tiempo corría y yo seguía sin saber qué pasaba. En eso escuché dos voces hablando del otro lado de la puerta. Me asomé e intenté escuchar lo que decían. Medio alcancé a uno decir “yo creo que me vio en el pick-up”, a lo que el otro contestó “ya se me va a ocurrir algo. Igual, ya sabés que este es mi pasatiempo favorito”. Empezaba a oscurecer y no había luz en el cuarto, quería ver por la ventana, pero no alcanzaba. A ese punto, me quería regresar a mi casa porque ya era tarde y también tenía hambre. Sin saber qué hacer empecé a somatar la puerta del cuarto esperando a que alguien llegara. Pasaron unos minutos y llegó el hombre de la gorra.
¿Qué quieres?, me preguntó.
Unas horas más tarde, otro hombre llegó con una sopa servida en un tazón gris de melamina. Me la tomé solo porque en serio tenía hambre, pero la sopa sabía mal, aunque estaba bien caliente, como si hubiera estado recién hecha. Yo seguí esperando sin saber que hacer. Ya era tarde y era hora de ir a dormir así que me tiré en la cama, pero no tenía sueño. Me puse a pensar en que quería regresarme a mi casa, pero no sabía por dónde. Pasaron las horas, al fin me quedé dormida y desperté hasta el día siguiente. Cuando abrí los ojos, tenía unas ganas de orinar que hasta me dolía la vejiga de tanto aguantar. Toqué la puerta, el hombre de la gorra llegó y me guio hasta el baño. Ahí pude observar el resto de la casa con más cuidado. Había muchas cosas lujosas por todos lados, ¡hasta una biblioteca! Se notaba que el coronel tenía dinero a morir. También había unas cuantas puertas cerradas con guardias. Fui al baño y al salir regresé al cuarto blanco. Al rato, de nuevo alguien me llevó más sopa caliente y lo mismo por la tarde.
Los días pasaban y la rutina continuaba, incluso perdí la cuenta de los días que llevaba ahí. Un día, de repente, alguien abrió la puerta; era el coronel. Este entró y cerró la puerta y comenzó a caminar hacia mí. La luz era poca, así que no le podía ver bien la cara. Yo estaba sentada en la orilla de la cama, y entonces él se sentó al lado mío. Las manos me sudaban y tenía ganas de llorar. Me dijo, “te escapaste de tu casa, te entrometiste en cosas de adultos y estas son las consecuencias”. En ese momento sacó un teléfono y me preguntó si me sabía el número de teléfono de mi casa. Antes de llamar, me obligó a decir que todo estaba bien. Me puso a marcar y mi mamá contestó.
“Tiene que cuidar mejor de su hija que se anda metiendo en cosas que no debe. No quiero causarles más problemas, pero o arreglan esto, o su hija sufrirá las consecuencias”, dijo el coronel.
Colgó, se levantó de la cama y se fue.
Yo era niña, pero no era estúpida. Yo sabía todo eso estaba relacionado con el robo, pero, según yo, ellos no se podían salir con la suya. Tenía que ingeniarme una manera de regresar a casa. Mi única opción era la ventana. Esperé a que fuera de noche para que hubiera menos gente cuidando y viendo. Coloqué la silla por encima de la cama y me subí para poder alcanzar la ventana. Apenas la alcanzaba, pero la logré abrir. Por lo menos, yo era lo suficientemente pequeña para caber por ahí. Ya arriba, noté que había un árbol al lado de la ventana, el cual me ayudó para bajarme. Según yo, iba a poder tirarme desde ahí arriba, pero cuando brinqué caí sobre mi pie. En aquel momento, algo tronó fuerte, pero no supe si fue mi pie o alguna rama en el suelo. Quise levantarme, pero el tobillo me daba pulsadas, sentía como que si mi pie se iba a caer.
Después de sufrir el dolor en silencio por un par de minutos, escuché un ruido. Vi como una linterna alumbraba desde el techo. La ventana del cuarto blanco daba con la parte de atrás de la casa, pero no me acordaba de que la casa tenía tanta seguridad. Creo que uno de los guardaespaldas del coronel me escuchó y empezó a buscar por donde yo estaba. Me quedé quieta hasta que la luz casi me alcanzaba, así que salí corriendo en busca de la calle. Adolorida, corrí con todas mis fuerzas. Casi sin aire, llegué a mi casa y toqué el timbre, desesperada. Cuando volteé, vi cómo un hombre venía corriendo hacia mí, pero en eso se abrió la puerta de mi casa, entré y cerré la puerta lo más rápido que pude. Mi mamá había abierto la puerta y cuando me vio empezó a llorar. Me abrazó muy fuerte, me cargó y entramos a la casa. Ya adentro, mis abuelitos también estaban llorando y ambos me abrazaron. De ahí mi abuelita sugirió llamar a la policía, pero mi mamá se negó rotundamente. Esa misma noche, decidí espiar a mi familia, pero no logré nada. No entendía que estaba sucediendo, los tres estaban llorando, pero yo no sabía por qué.
Al día siguiente me sentaron en el comedor, como si fuéramos a tener una reunión de negocios, para decirme que las cosas en la casa iban a cambiar. Mi mamá me dijo que nos íbamos a mudar a otra parte del país, que me iban a cambiar de colegio y que ella se iba a cambiar de trabajo. Al terminar de hablar sobre eso, mi abuelito se acercó a mí y me dijo que él había decidido quedarse en el mismo lugar porque no quería dejar su trabajo. Me explicó que, debido al robo, él no se podía dar el lujo de cambiar de trabajo. Especialmente porque ya era un poco mayor y sería difícil para él encontrar uno nuevo. Hasta hoy en día me pregunto si yo fui la culpable de que él no se fuera con nosotros. En menos de dos semanas, yo y mi familia prácticamente éramos otras personas. El coronel y sus guardaespaldas nos habían arrebatado lo poco que nos quedaba: la familia.
Ya pasaron 20 años desde que aquel acontecimiento y yo continúo guardándole rencor al coronel y al hombre de la gorra. Para algunos, tal vez esto sea algo bueno, pero para mí significaba que mi vida se desmoronaba. El coronel siguió con su vida de popularidad, y me imagino que sus guaruras siguieron trabajando para él. Mi familia hizo lo posible para que yo no sufriera las consecuencias, como dijo el coronel, pero lamentablemente desde el momento en que yo entré a esa casa, las consecuencias iban a ser inevitables. Yo sé que no fui la única y tampoco la última. Quisiera saber a cuántas personas más le arruinaron la vida, ¿éramos tantas que por eso la sopa siempre estaba caliente?