Theresa Gervais, ’20
Nicolás
Ojalá estuviera lloviendo hoy. O sea… no lluvia necesariamente, pero sol, o nubes, o algo. Pero no es así.
Miro hacia el cielo a través de unas manchas en el parabrisas. El problema es que hoy tendré que tener una conversación difícil con una amiga mía, y afuera no hace frío ni calor, ni sol. El clima es una mezcla de todo, y la mezcla no hace buena conversación. Me figuro que deberíamos empezar hablando de la lluvia, o del sol o de la temperatura, pero no todos. Pero, pase lo que pase con el clima, cuando dos amigas no se han visto en cuatro años, no pueden empezar hablando de sus vidas de inmediato.
Quizás sería mejor que encontremos otro tema en total para abrir la charla.
Conduzco con esta ansiedad, pero detrás, hay un poco de nostalgia escondida. Elena todavía vive aquí, en Brockton, el pueblo de nuestra infancia. A pesar de una serie de memorias preciosas de mi niñez, yo no podría vivir aquí ahora. Brockton finge ser una comunidad remota y segura, pero en realidad no lo es. La primera cuadra tiene la parroquia de Santa Filomena—simétrica y majestuosa hasta el punto de perfección—pero la tercera es un barrio escondido de puro peligro, con docenas de agujas usadas entre botellas vacías y cigarros.
Y aquí, entre la iglesia y el barrio, se encuentra el apartamento de Elena.
Veo un espacio delante del edificio y decido estacionarme ahí, con una vista perfecta del apartamento. Lo primero que noto es que la superficie se ha mantenido igual desde la última vez que estuve aquí, a pesar de todo lo que ha cambiado por dentro.
—¿Mariana? —escucho. La voz es familiar, pero hay algo nuevo también, igual que el apartamento. Cierro el coche con llave y me acerco al edificio. —Soy yo —me oigo decir. La puerta del apartamento se abre de golpe.
—Qué bien que has venido, mamita. ¡Ya ha pasado demasiado tiempo! —me exclama, abrazándome de repente—. Entra, entra, por favor, entra. Ya tengo preparado el café —me dice con una ansia inquietante. La Elena de antes jamás estaba ansiosa conmigo.
Obedezco y acepto cada cosita que se me ofrece. ¿Café? Sí. ¿Galletas? Sí. ¿Asiento? Sí, gracias. Es importante que Elena sepa que me siento cómoda. Por lo general, la pobrecita ni siquiera tiene tiempo para una llamada casual- menos aún para explicarme todo. Hay tanto que todavía no entiendo, así que debo mostrarle que tendré paciencia.
Con este fin, empezamos a charlar sin rumbo. Ya que no hay nada interesante en el clima, debemos encontrar algo en el cuarto para hablar. Mirando alrededor, me doy cuenta de los varios cuadros colgando en las paredes y apilados en el suelo. La mayoría parecen gruesos y pesados, como si alguien hubiera vertido tubos de plena pintura sobre ellos. Los demás son cuadros vírgenes.
—Elena —digo—, tengo que preguntarte. Estos cuadros… o sea… estas pinturas.
—Ah, sí, esos son de Nicolás —me responde con una pausa. Por fin, hemos llegado al tema importante. —Sé que no son lindos… pero he intentado todo, ¿me entiendes? Esto de pintar es lo único que le ayuda a soportar… todo—. Deja salir un suspiro lento. —Ya sabes, no tiene mucho control sobre los movimientos motores, así que no son muy detallados.
—Elena, basta —le interrumpo, con mi mejor voz resuelta, pero cariñosa—. No puedo aguantar más de estas formalidades. Por Dios, ¡nos hemos conocido prácticamente desde la cuna! No tienes que justificar nada de nada conmigo. —Aguardo por un momento porque no quiero ofenderle. Solo me queda una cosa más que añadir—. ¿Quieres hablar de ello?
Sus ojos huyen al suelo y esperamos en silencio por un rato. De repente me doy cuenta de que mi Elena, que jamás solía usar maquillaje antes, ahora se pone montones. Sus pobres pestañas cargan trozos de rímel que me hacen pensar en las pinturas de Nicolás.
—Sí —sale su voz, arrancándome de mis pensamientos errantes—. Sí, quiero hablar.
—¿Está Nicolás aquí ahora?— le pregunto.
—Está en su cuarto, pero durmiendo todavía… no te preocupes, Mariana. Él no escucha nada —me asegura, añadiendo—: Es que no sé por dónde empezar.
—Tranquila —le digo—. Tenemos tiempo.
Elena suspira. —Cuando nos enteramos de que yo estaba embarazada… en realidad estábamos emocionados, al principio.
—¿De veras? —le pregunto con torpeza—. Ay, perdón, Elena, es que—
—No no, es una duda razonable, ya que yo solo hubiera tenido… 21 años en aquel entonces, pero Julio ya tenía 27.
—Pero tú no estabas empleada, ¿verdad? —le pregunto—. Quiero saber cada detalle.
—Pues no, pero él sí trabajaba —me dice—. No digo nada; solo recuerdo que con paciencia, todo quedará claro. Continúa—: De todos modos, nos emocionamos casi de inmediato, y estábamos muy felices durante esos primeros meses. Julio me compraba libros de embarazo y toda la comida que quisiera—me cuidaba perfectamente. Era un caballero total.
»Solo vimos la primera indicación de algo un poco extraño durante la segunda ecografía, cuando la enfermera nos señaló un nudo chiquitito en la espalda del feto— apenas distinguible. Por eso nos asignó otra fecha de seguimiento, diciéndonos que era ‘por si acaso…’ Algo rutinario. Y luego… dejamos el asunto allí, en el hospital, y no volvimos a hablar de ello hasta la próxima cita —Elena murmura, más a sí misma que a mí.
Estoy esperando con paciencia cuando de repente se escucha un gemido quebrado y prolongado que me hace saltar en el sofá. Elena ni siquiera parece afectada
—Ah, Nicolás ha despertado —me dice, poniéndose de pie.
No tengo miedo del hijo de mi amiga. Juro que no le temo. O sea, no tengo miedo de que me lastime, ni que sea algún tipo de monstruo. Pero sí… tengo miedo de que no sabré cómo interactuar con el chico. Solo sé unas cositas sobre él: que fue diagnosticado con un defecto de nacimiento (el nombre del cual nunca podré recordar), que le encanta pintar y que hace cuatro años Elena estaba a punto de abortarle pero cambió de parecer en el último momento, por unas cuantas razones totalmente inescrutables para mí.
Elena vuelve a entrar en la sala, cargando el chico en sus brazos. Mientras se me acercan, me doy cuenta de todas las irregularidades: la cabeza enorme, la postura torpe y la piel amarillenta. El pobrecito. A la vez tengo ganas de apartar la mirada de él para siempre y ganas de quedarme mirando; ganas de vomitar y ganas de llevarle al hospital en mis propios brazos. Pero a pesar de todo esto, lo único que puedo hacer es sentarme aquí, paralizada en este maldito sofá.
—Nico, ¡mira! Esta es tu tía, Mariana. ¡Dile hola! —Elena canta con la voz dulce de una madre, pero hay también algo forzado detrás de esta dulzura. No sé qué.
—Hola, ¡Nico! —digo, figurando que sería mejor imitar el tono agudo de su madre—. ¿Qué tal
El chico me gruñe con una secuencia de sonidos mezclados e indistinguibles, algo entre —aaaaarrrrrra— y —uuuulllllaa.— En todo caso, es un sonido escalofriante. Le echo un vistazo a Elena, tratando de entender la expresión en su cara. No puedo.
—¿Está bien? —le pregunto con timidez.
—O, sí, está bien. Eso es el sonido que hace cuando necesita pintar —me responde. (No sabía que era posible necesitar pintar, pero no digo nada). Observo mientras mi amiga trata desesperadamente de tranquilizar a su niño. Le pone en una silla alta que está tan cubierta de pintura que me resulta imposible determinar de qué color era antes. También veo que ha puesto una sábana debajo de la silla (para recibir las gotas, al parecer). Susurrando a Nicolás todo el tiempo, Elena le da un cuadrito de lienzo y un pincel enorme mojado en pintura azul. Al agarrar el pincel, los ojos del niño se expanden, encantados—y por solo un instante, me parece un chico normal. Empieza a pintar de inmediato.
—Ay, perdón, Mari —Elena dice al sentarse—. ¿Dónde estábamos
—La segunda ecografía —digo, todavía mirando al niño.
—Listo —dice, con un trago de café—. Este fue el momento en que nos enteramos de la gravedad de su condición. Fue un día de locura total. No puedo contarte todas las evaluaciones y pruebas y preguntas, Mari. ¿Pero sabes algo? Esos exámenes no eran necesarios para entender el problema. En el primer momento de la ecografía, el primer momento, te digo— la enfermera puso una cara de preocupación y supe que algo había salido muy mal. Entonces le pregunté qué había pasado, pero ella se negó a responderme sin la autorización de los doctores. Pasamos seis horas sin saber nada, entrando y saliendo de no sé cuántas oficinas y clínicas. Y luego, después de todo, nos dijeron que Nicolás tenía un defecto llamado Spina Bífida. Todavía no entiendo qué es exactamente, pero sé que tiene que ver con un tipo de malformación de la médula espinal… y que el caso de Nico ya había causado un daño cerebral irreparable. En fin… nos dijeron que mi pobre Nico nunca sabría escribir ni leer, ni siquiera hablar, y que tendría convulsiones violentas, que no crecería de manera normal, entre tantas otras cosas. En definitiva, me dijeron que con suerte Nico tendría una vida miserable y muy corta. —Su voz se encoge.
—Y no recuerdo muy bien lo que pasó después —me dice—. Sé que Julio empezó a gritar, diciendo que "¡debería haber algo que podamos hacer!" pero no lo había. Los doctores comenzaron a explicarnos las opciones, de una manera muy objetiva, siempre lo políticamente correcto, siempre lo que podríamos hacer y no lo que deberíamos hacer, y salimos del hospital sintiéndonos más confundidos que nunca, sin poder para mejorar nada.
»Creo que en este momento, Julio se volvió loco, Mari. ¡Ni siquiera le reconocí! Me pareció un desconocido, amenazando con romperse conmigo si no me hacía el aborto. Empezó a decir cosas como "me niego a ser padre de un inválido." Pero le dije que no quería tomar ninguna decisión impulsiva, y que tendría que hablar con mis padres. Al día siguiente, me desperté en una cama vacía. No le he visto desde aquel entonces.
—¡Uaaaarrrlllaaaa! —grita el niño desde su silla. Elena corre a su lado y de una manera experta, toma el pincel y lo mete en una taza de acrílico rojo. Cuando el pincel está cubierto, Elena se lo da a Nicolás y por fin paran los chillidos, tan rápido como comenzaron.
—Como decía antes —dice Elena sin aliento—, cuando Julio me dejó, me dejó con toda la responsabilidad de tomar la decisión. Lo que pasaría de aquí en adelante sería a causa de mí, fuera para bien o para mal.
—¿Y qué hiciste entonces? —le pregunto, impaciente para avanzar la conversación y enterarme en cómo por fin llegó a la decisión de no abortar a Nicolás.
—Entonces —Elena comienza, con cuidado—. Llamé a mis padres
—¿Y qué te dijeron?
—Que yo terminaría en el infierno si lo abortaba.
—Dios —susurro.
—De acuerdo, Mari. Pero por lo menos tomaron una postura —me dice—. ¿Te acuerdas de esa conversación por teléfono, cuando me dijiste que yo podría hacer lo que quisiera; que era mi cuerpo y mi decisión?
—Claro que sí.
—Eso es lo que me dijeron todas mis amigas —dice—. Y no digo que sea una respuesta mala, Mari… pero tampoco me ayudó—. Elena aguarda durante un ratito, pero no digo nada—. Quiero decir… lo que me dijiste fue reconfortante, seguro, pero la pregunta que yo tenía era: ¿en qué punto deja de valer la pena la vida?
—Pues, cuando hay más sufrimiento que paz, supongo.
—¿Pero cómo se mide algo así? ¿Cómo se sabe que esta es la pregunta apropiada? ¿No es cierto que incluso hay unas vidas terribles que valen la pena? Mira, el asunto es que en realidad no se puede predecir cuánto sufrimiento podría traer la vida. Es una pregunta imposible de contestar. Mejor nos preguntemos si el aborto es el asesinato —dice.
—¿Y tú crees que sí? —le pregunto, incrédula.
—No lo sé, ¡Mari! —exclama Elena—. Por un lado, supongo que sí… que es matar a una persona… pero no a una persona completa, sino a una persona parcial. Desde luego, me parece asesino matar a un bebé después de haberse nacido… ¿pero no te parece extraño que la línea entre el aborto y asesinato se reduzca al momento de cortar el cordón umbilical?
Justo en este momento, Nicolás comienza a llorar de nuevo, con aquella voz tan atormentada. Pero esta vez, Elena no le da otro pincel. En lugar de esto, le recoge en sus brazos y le lleva al sofá a sentarse en su regazo.
Miro el chico. Pienso en todas sus dificultades presentes y los varios desafíos que encontrará. ¿Irá a la escuela? ¿Tendrá amigos? En la rodilla de su madre me parece feliz, pero no hay forma de saberlo por seguro. Se me ocurre que quizás nunca sabremos si Nicolás está feliz o no.
—Entonces —comienzo en voz muy baja, echando un vistazo por la ventana. Veo que el tiempo es todavía una mezcla asquerosa de todo—. En fin, ¿cómo llegaste a la decisión de no abortarlo, o sea… a Nicolás?
—Al final —empieza—, ni siquiera tomé una decisión. Solo se me acabó el tiempo.
Hay silencio.
Elena sigue contándome cómo se había enloquecido, tratando a solas de tomar una decisión imposible. Me dice que gastó casi cinco semanas pensando, llorando y rezando como una chiflada. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, dio a luz de repente, en este mismo apartamento. Cuando por fin llegaron los médicos, ya estaba a mitad del parto. La oportunidad del aborto ya había venido y pasado, y no le quedaba nada más que hacer.
Me encuentro confundida, insatisfecha y sin palabras, así que recurro a la charla casual para acabar con la conversación en una manera natural. Supongo que hablamos del clima o de las pinturas en la sala, pero a decir la verdad, estoy sonambulando por la conversación. Mis labios se mueven por su propia cuenta, pero yo pienso en el chico extraño. No puedo creer que esté aquí solo porque su madre se quedó sin tiempo.
Al salir del apartamento, le echo una última mirada a las pinturas de Nico. Cada una es una mezcla caótica de diversos colores, texturas y gestos. Estoy perdiéndome en estas pinturas cuando la pregunta de mi amiga se me ocurre de nuevo: ¿en qué punto deja de valer la pena la vida?
A fin de cuentas, no lo sé.
Nicolás
Ojalá estuviera lloviendo hoy. O sea… no lluvia necesariamente, pero sol, o nubes, o algo. Pero no es así.
Miro hacia el cielo a través de unas manchas en el parabrisas. El problema es que hoy tendré que tener una conversación difícil con una amiga mía, y afuera no hace frío ni calor, ni sol. El clima es una mezcla de todo, y la mezcla no hace buena conversación. Me figuro que deberíamos empezar hablando de la lluvia, o del sol o de la temperatura, pero no todos. Pero, pase lo que pase con el clima, cuando dos amigas no se han visto en cuatro años, no pueden empezar hablando de sus vidas de inmediato.
Quizás sería mejor que encontremos otro tema en total para abrir la charla.
Conduzco con esta ansiedad, pero detrás, hay un poco de nostalgia escondida. Elena todavía vive aquí, en Brockton, el pueblo de nuestra infancia. A pesar de una serie de memorias preciosas de mi niñez, yo no podría vivir aquí ahora. Brockton finge ser una comunidad remota y segura, pero en realidad no lo es. La primera cuadra tiene la parroquia de Santa Filomena—simétrica y majestuosa hasta el punto de perfección—pero la tercera es un barrio escondido de puro peligro, con docenas de agujas usadas entre botellas vacías y cigarros.
Y aquí, entre la iglesia y el barrio, se encuentra el apartamento de Elena.
Veo un espacio delante del edificio y decido estacionarme ahí, con una vista perfecta del apartamento. Lo primero que noto es que la superficie se ha mantenido igual desde la última vez que estuve aquí, a pesar de todo lo que ha cambiado por dentro.
—¿Mariana? —escucho. La voz es familiar, pero hay algo nuevo también, igual que el apartamento. Cierro el coche con llave y me acerco al edificio. —Soy yo —me oigo decir. La puerta del apartamento se abre de golpe.
—Qué bien que has venido, mamita. ¡Ya ha pasado demasiado tiempo! —me exclama, abrazándome de repente—. Entra, entra, por favor, entra. Ya tengo preparado el café —me dice con una ansia inquietante. La Elena de antes jamás estaba ansiosa conmigo.
Obedezco y acepto cada cosita que se me ofrece. ¿Café? Sí. ¿Galletas? Sí. ¿Asiento? Sí, gracias. Es importante que Elena sepa que me siento cómoda. Por lo general, la pobrecita ni siquiera tiene tiempo para una llamada casual- menos aún para explicarme todo. Hay tanto que todavía no entiendo, así que debo mostrarle que tendré paciencia.
Con este fin, empezamos a charlar sin rumbo. Ya que no hay nada interesante en el clima, debemos encontrar algo en el cuarto para hablar. Mirando alrededor, me doy cuenta de los varios cuadros colgando en las paredes y apilados en el suelo. La mayoría parecen gruesos y pesados, como si alguien hubiera vertido tubos de plena pintura sobre ellos. Los demás son cuadros vírgenes.
—Elena —digo—, tengo que preguntarte. Estos cuadros… o sea… estas pinturas.
—Ah, sí, esos son de Nicolás —me responde con una pausa. Por fin, hemos llegado al tema importante. —Sé que no son lindos… pero he intentado todo, ¿me entiendes? Esto de pintar es lo único que le ayuda a soportar… todo—. Deja salir un suspiro lento. —Ya sabes, no tiene mucho control sobre los movimientos motores, así que no son muy detallados.
—Elena, basta —le interrumpo, con mi mejor voz resuelta, pero cariñosa—. No puedo aguantar más de estas formalidades. Por Dios, ¡nos hemos conocido prácticamente desde la cuna! No tienes que justificar nada de nada conmigo. —Aguardo por un momento porque no quiero ofenderle. Solo me queda una cosa más que añadir—. ¿Quieres hablar de ello?
Sus ojos huyen al suelo y esperamos en silencio por un rato. De repente me doy cuenta de que mi Elena, que jamás solía usar maquillaje antes, ahora se pone montones. Sus pobres pestañas cargan trozos de rímel que me hacen pensar en las pinturas de Nicolás.
—Sí —sale su voz, arrancándome de mis pensamientos errantes—. Sí, quiero hablar.
—¿Está Nicolás aquí ahora?— le pregunto.
—Está en su cuarto, pero durmiendo todavía… no te preocupes, Mariana. Él no escucha nada —me asegura, añadiendo—: Es que no sé por dónde empezar.
—Tranquila —le digo—. Tenemos tiempo.
Elena suspira. —Cuando nos enteramos de que yo estaba embarazada… en realidad estábamos emocionados, al principio.
—¿De veras? —le pregunto con torpeza—. Ay, perdón, Elena, es que—
—No no, es una duda razonable, ya que yo solo hubiera tenido… 21 años en aquel entonces, pero Julio ya tenía 27.
—Pero tú no estabas empleada, ¿verdad? —le pregunto—. Quiero saber cada detalle.
—Pues no, pero él sí trabajaba —me dice—. No digo nada; solo recuerdo que con paciencia, todo quedará claro. Continúa—: De todos modos, nos emocionamos casi de inmediato, y estábamos muy felices durante esos primeros meses. Julio me compraba libros de embarazo y toda la comida que quisiera—me cuidaba perfectamente. Era un caballero total.
»Solo vimos la primera indicación de algo un poco extraño durante la segunda ecografía, cuando la enfermera nos señaló un nudo chiquitito en la espalda del feto— apenas distinguible. Por eso nos asignó otra fecha de seguimiento, diciéndonos que era ‘por si acaso…’ Algo rutinario. Y luego… dejamos el asunto allí, en el hospital, y no volvimos a hablar de ello hasta la próxima cita —Elena murmura, más a sí misma que a mí.
Estoy esperando con paciencia cuando de repente se escucha un gemido quebrado y prolongado que me hace saltar en el sofá. Elena ni siquiera parece afectada
—Ah, Nicolás ha despertado —me dice, poniéndose de pie.
No tengo miedo del hijo de mi amiga. Juro que no le temo. O sea, no tengo miedo de que me lastime, ni que sea algún tipo de monstruo. Pero sí… tengo miedo de que no sabré cómo interactuar con el chico. Solo sé unas cositas sobre él: que fue diagnosticado con un defecto de nacimiento (el nombre del cual nunca podré recordar), que le encanta pintar y que hace cuatro años Elena estaba a punto de abortarle pero cambió de parecer en el último momento, por unas cuantas razones totalmente inescrutables para mí.
Elena vuelve a entrar en la sala, cargando el chico en sus brazos. Mientras se me acercan, me doy cuenta de todas las irregularidades: la cabeza enorme, la postura torpe y la piel amarillenta. El pobrecito. A la vez tengo ganas de apartar la mirada de él para siempre y ganas de quedarme mirando; ganas de vomitar y ganas de llevarle al hospital en mis propios brazos. Pero a pesar de todo esto, lo único que puedo hacer es sentarme aquí, paralizada en este maldito sofá.
—Nico, ¡mira! Esta es tu tía, Mariana. ¡Dile hola! —Elena canta con la voz dulce de una madre, pero hay también algo forzado detrás de esta dulzura. No sé qué.
—Hola, ¡Nico! —digo, figurando que sería mejor imitar el tono agudo de su madre—. ¿Qué tal
El chico me gruñe con una secuencia de sonidos mezclados e indistinguibles, algo entre —aaaaarrrrrra— y —uuuulllllaa.— En todo caso, es un sonido escalofriante. Le echo un vistazo a Elena, tratando de entender la expresión en su cara. No puedo.
—¿Está bien? —le pregunto con timidez.
—O, sí, está bien. Eso es el sonido que hace cuando necesita pintar —me responde. (No sabía que era posible necesitar pintar, pero no digo nada). Observo mientras mi amiga trata desesperadamente de tranquilizar a su niño. Le pone en una silla alta que está tan cubierta de pintura que me resulta imposible determinar de qué color era antes. También veo que ha puesto una sábana debajo de la silla (para recibir las gotas, al parecer). Susurrando a Nicolás todo el tiempo, Elena le da un cuadrito de lienzo y un pincel enorme mojado en pintura azul. Al agarrar el pincel, los ojos del niño se expanden, encantados—y por solo un instante, me parece un chico normal. Empieza a pintar de inmediato.
—Ay, perdón, Mari —Elena dice al sentarse—. ¿Dónde estábamos
—La segunda ecografía —digo, todavía mirando al niño.
—Listo —dice, con un trago de café—. Este fue el momento en que nos enteramos de la gravedad de su condición. Fue un día de locura total. No puedo contarte todas las evaluaciones y pruebas y preguntas, Mari. ¿Pero sabes algo? Esos exámenes no eran necesarios para entender el problema. En el primer momento de la ecografía, el primer momento, te digo— la enfermera puso una cara de preocupación y supe que algo había salido muy mal. Entonces le pregunté qué había pasado, pero ella se negó a responderme sin la autorización de los doctores. Pasamos seis horas sin saber nada, entrando y saliendo de no sé cuántas oficinas y clínicas. Y luego, después de todo, nos dijeron que Nicolás tenía un defecto llamado Spina Bífida. Todavía no entiendo qué es exactamente, pero sé que tiene que ver con un tipo de malformación de la médula espinal… y que el caso de Nico ya había causado un daño cerebral irreparable. En fin… nos dijeron que mi pobre Nico nunca sabría escribir ni leer, ni siquiera hablar, y que tendría convulsiones violentas, que no crecería de manera normal, entre tantas otras cosas. En definitiva, me dijeron que con suerte Nico tendría una vida miserable y muy corta. —Su voz se encoge.
—Y no recuerdo muy bien lo que pasó después —me dice—. Sé que Julio empezó a gritar, diciendo que "¡debería haber algo que podamos hacer!" pero no lo había. Los doctores comenzaron a explicarnos las opciones, de una manera muy objetiva, siempre lo políticamente correcto, siempre lo que podríamos hacer y no lo que deberíamos hacer, y salimos del hospital sintiéndonos más confundidos que nunca, sin poder para mejorar nada.
»Creo que en este momento, Julio se volvió loco, Mari. ¡Ni siquiera le reconocí! Me pareció un desconocido, amenazando con romperse conmigo si no me hacía el aborto. Empezó a decir cosas como "me niego a ser padre de un inválido." Pero le dije que no quería tomar ninguna decisión impulsiva, y que tendría que hablar con mis padres. Al día siguiente, me desperté en una cama vacía. No le he visto desde aquel entonces.
—¡Uaaaarrrlllaaaa! —grita el niño desde su silla. Elena corre a su lado y de una manera experta, toma el pincel y lo mete en una taza de acrílico rojo. Cuando el pincel está cubierto, Elena se lo da a Nicolás y por fin paran los chillidos, tan rápido como comenzaron.
—Como decía antes —dice Elena sin aliento—, cuando Julio me dejó, me dejó con toda la responsabilidad de tomar la decisión. Lo que pasaría de aquí en adelante sería a causa de mí, fuera para bien o para mal.
—¿Y qué hiciste entonces? —le pregunto, impaciente para avanzar la conversación y enterarme en cómo por fin llegó a la decisión de no abortar a Nicolás.
—Entonces —Elena comienza, con cuidado—. Llamé a mis padres
—¿Y qué te dijeron?
—Que yo terminaría en el infierno si lo abortaba.
—Dios —susurro.
—De acuerdo, Mari. Pero por lo menos tomaron una postura —me dice—. ¿Te acuerdas de esa conversación por teléfono, cuando me dijiste que yo podría hacer lo que quisiera; que era mi cuerpo y mi decisión?
—Claro que sí.
—Eso es lo que me dijeron todas mis amigas —dice—. Y no digo que sea una respuesta mala, Mari… pero tampoco me ayudó—. Elena aguarda durante un ratito, pero no digo nada—. Quiero decir… lo que me dijiste fue reconfortante, seguro, pero la pregunta que yo tenía era: ¿en qué punto deja de valer la pena la vida?
—Pues, cuando hay más sufrimiento que paz, supongo.
—¿Pero cómo se mide algo así? ¿Cómo se sabe que esta es la pregunta apropiada? ¿No es cierto que incluso hay unas vidas terribles que valen la pena? Mira, el asunto es que en realidad no se puede predecir cuánto sufrimiento podría traer la vida. Es una pregunta imposible de contestar. Mejor nos preguntemos si el aborto es el asesinato —dice.
—¿Y tú crees que sí? —le pregunto, incrédula.
—No lo sé, ¡Mari! —exclama Elena—. Por un lado, supongo que sí… que es matar a una persona… pero no a una persona completa, sino a una persona parcial. Desde luego, me parece asesino matar a un bebé después de haberse nacido… ¿pero no te parece extraño que la línea entre el aborto y asesinato se reduzca al momento de cortar el cordón umbilical?
Justo en este momento, Nicolás comienza a llorar de nuevo, con aquella voz tan atormentada. Pero esta vez, Elena no le da otro pincel. En lugar de esto, le recoge en sus brazos y le lleva al sofá a sentarse en su regazo.
Miro el chico. Pienso en todas sus dificultades presentes y los varios desafíos que encontrará. ¿Irá a la escuela? ¿Tendrá amigos? En la rodilla de su madre me parece feliz, pero no hay forma de saberlo por seguro. Se me ocurre que quizás nunca sabremos si Nicolás está feliz o no.
—Entonces —comienzo en voz muy baja, echando un vistazo por la ventana. Veo que el tiempo es todavía una mezcla asquerosa de todo—. En fin, ¿cómo llegaste a la decisión de no abortarlo, o sea… a Nicolás?
—Al final —empieza—, ni siquiera tomé una decisión. Solo se me acabó el tiempo.
Hay silencio.
Elena sigue contándome cómo se había enloquecido, tratando a solas de tomar una decisión imposible. Me dice que gastó casi cinco semanas pensando, llorando y rezando como una chiflada. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, dio a luz de repente, en este mismo apartamento. Cuando por fin llegaron los médicos, ya estaba a mitad del parto. La oportunidad del aborto ya había venido y pasado, y no le quedaba nada más que hacer.
Me encuentro confundida, insatisfecha y sin palabras, así que recurro a la charla casual para acabar con la conversación en una manera natural. Supongo que hablamos del clima o de las pinturas en la sala, pero a decir la verdad, estoy sonambulando por la conversación. Mis labios se mueven por su propia cuenta, pero yo pienso en el chico extraño. No puedo creer que esté aquí solo porque su madre se quedó sin tiempo.
Al salir del apartamento, le echo una última mirada a las pinturas de Nico. Cada una es una mezcla caótica de diversos colores, texturas y gestos. Estoy perdiéndome en estas pinturas cuando la pregunta de mi amiga se me ocurre de nuevo: ¿en qué punto deja de valer la pena la vida?
A fin de cuentas, no lo sé.